Ya hemos hablado en Hispanidad del reciente fallecimiento del jesuita padre Ángel María Rojas. Lo que no hemos contado es la última ironía de este sabio que dejó escrita la homilía de su propio funeral (ver documento adjunto). Un texto escrito con el descaro del tránsito, que en verdad merece la pena leer, una obra maestra de este maestro de predicadores, de cuando la predicación era uno de los arietes de la evangelización.
Dice el jesuita Rojas en la homilía de su funeral: “Yo iba notando como una llamada interior creciente: ¡Ven! Por eso, no puedo decir que veía llegar la muerte, que suena a final triste, sino que veía acercarse el momento de mi paso”.
Y una piquita por esos tales: su orgullo de haber profesado “en aquella compañía de 1957”. Como uno es mal pensado por naturaleza tiende a creer que aquella compañía era muy distinta de la actual de la que -¡Dios me perdone!- a lo mejor el padre Rojas no se sentía tan orgulloso... vaya usted a saber. En cualquier cosa, toda responsabilidad pecaminosa corre de mi cuenta. Alego para ello mi condición de periodista: ¡Mala gente, los cagatintas!
En cualquier cosa, el padre Rojas agradece su vocación en aquella compañía que le llevó a dedicar su vida a la predicación de ejercicios espirituales, ese gran invento de San Ignacio. Resulta que te pones en silencio delante de Dios... y aquello funciona, te trasforma. Oiga, y sin necesidad de psicólogos.
La homilía de su funeral resultó un sermón corto, breve, conciso, punzante... que termina evocando que el estilo es el hombre y la razón tiene algo que ver con la sabiduría. Ahí va: “Termino, porque, aunque yo estoy fuera del tiempo ya, vosotros no. Y no quiero cansaros más. Continuad la Eucaristía con todo el fervor que podáis. Muchas gracias a todos por haber venido. Pedid por mí como yo os prometo pedir por vosotros. Un cordial abrazo a todos y cada uno”.
El hombre que escribió la homilía de su propio funeral. No está mal. Y encima fue un sermón corto.