A todos los asesores de imagen, por ejemplo a los del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, les ha dado por pedir humildad cuando no parece que tengan muy claro el concepto. La humildad es la verdad, aseguraba Teresa de Jesús, pero como la verdad es también un concepto difícil, mejor concretar la humildad en formas más expresivas e identificadoras de su contrario, el orgullo.
Veamos, las actitudes que identifican a un soberbio son la susceptibilidad y el resentimiento. En cuanto vean a una persona grave, consciente de su dignidad y de los que consideran que el único remedio contra el rencor es la amnesia, no lo duden, están ante un soberbio de tomo y lomo.
Las otras señales de orgullo manifiesto también son válidas pero no resultan relevantes. Hablo de prepotencia, vanidad, altanería… hermanas pequeñas del orgullo. Pero el resentimiento y la susceptibilidad son los hermanos mayores.
Más confusiones socio-culturales del momento presente. Lo decía un pastor de almas -valoren su testimonio, quedan pocos-: “como no tienen fe, tienen, supersticiones”. Es decir, como no creen en el Espíritu, creen en el espiritismo… y confunden lo uno con lo otro. Está de moda, en las formas más variadas, la superchería y en ocasiones toma forma de ciencia o tecnología: yoga, neurociencia, etc.
Y todo esto viene a confirmar la sentencia de Chesterton: cuando no se cree en Dios se cree en cualquier cosa. Por ejemplo, en la creencia más irracional e idiota de todas: en uno mismo.
Una cosa es ser humilde y otra ser humildico. Una cosa es ser mísero y otra ser miserable, una cosa es ser pobre y otra ser pobre de espíritu, es decir, humilde, una cosa es ser manso y otra ser mezquino
Más confusiones socio-político-culturales: una cosa es ser humilde y otra ser humildico. Una cosa es ser mísero y otra ser miserable, una cosa es ser pobre y otra ser pobre de espíritu, es decir, humilde, una cosa es manso y otra ser cobarde, una cosa es ser valiente y otra ser mezquino.
Pero el equívoco más peligroso del momento presente radica, en mi opinión, en los llamados delitos de odio, la estrella política del momento y el más peligroso invento del siglo XXI.
La confusión sobre los delitos de odio, penados en España con penas de hasta cuatro años de cárcel, puede resolverse con la máxima agustiniana: odiar al pecado y amar al pecador.
Porque claro, odiar al pecado no es odiar al pecador, más bien al contrario. Del mismo modo, condenar la pobreza no es condenar al pobre, condenar la enfermedad es lo opuesto a condenar al enfermo, perseguir la ignorancia es todo lo contrario de perseguir al ignorante.
Según el Código Penal te pueden caer cuatro años de cárcel por criticar al feminismo o a la homosexualidad. Sí, porque cualquier discrepancia con el feminismo se interpreta como odio a la mujer y cualquier discrepancia con la homosexualidad se interpreta como odio al homosexual.
Si a eso le añaden el pequeño detalle de que en materia de delitos de odio es el acusado quien debe demostrar su inocencia, es decir, que no odia, comprenderán por qué la susceptibilidad sobre lo políticamente correcto puede llevar a un buen ciudadano a prisión y a millones de buenos, regulares o malos ciudadanos, a colocarse una mordaza: no hablar para no comprometerse.