Una de las consecuencias del estado de crispación que vivimos actualmente es la decadencia moral que acompaña a nuestra sociedad. Aunque el foco está puesto en los políticos, que son la parte visible del iceberg social, la realidad es que ellos reflejan al pueblo soberano que los elige. No basta con pensar que somos “buenos” simplemente porque no robamos ni matamos; si nos miráramos más de cerca, quizás veríamos que esa autopercepción es bastante más matizable.
No debemos olvidar que España vive en una partitocracia y los políticos que tenemos son los que los partidos nos presentan. Partidos políticos compuestos de personas comunes, como usted y yo. Si los políticos mienten, incumplen y actúan de manera corrupta, es porque la sociedad lo tolera y, en muchos casos, también lo harían aquellos que estuvieran en su lugar o alcanzaran la ocasión de hacerlo. Todo lo que vemos, no es más que el reflejo de la permisividad social hacia ciertas irregularidades y mentiras cuando se ven como ventajosas para nosotros. No olvidemos que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente.
Pedro Sánchez es hoy el ejemplo máximo de esta dinámica, no sólo porque es el presidente del Gobierno, sino porque llegó al poder enarbolando la bandera de la lucha anticorrupción, presentándose como el adalid de la regeneración política. Sin embargo, con el tiempo se ha revelado que ese discurso no era un objetivo en sí mismo, sino un medio para alcanzar el poder. Desde su llegada al Gobierno en 2018, ha querido mantener un discurso aparentemente firme contra la corrupción, incluso ha impulsado leyes en esa dirección. Sin embargo, la percepción pública sobre este compromiso se ha visto gravemente mermada por los casos que afectan a su entorno familiar, su Gobierno y su propio partido.
Solamente, el votante cautivo del PSOE, atrincherado en la postura de “al menos no gobierna la derecha”, se mantienen de forma contumaz ante los hechos plasmados una y otra vez. Eso lo sabe Sánchez y su propio partido, que son hooligans más que votantes y, por lo tanto, acríticos al sistema con el que se autoconvencen de estar en el lado correcto de la historia
Los “cambios de opinión” de Sánchez son un tema recurrente en el debate político y de la opinión pública. Algunos le quieren ver como a un líder pragmático que se adapta a las realidades cambiantes; otros lo califican de sagaz donde reina la incoherencia y la falta de principios, siempre buscando su interés personal o partidista, es decir, alejado del bien común. Es verdad que el ejercicio del poder, a veces, obliga a los políticos a flexibilizar sus posturas, pero cuando esas contradicciones son tan evidentes, como con el caso de Ábalos con las maletas de Delcy Rodríguez, el resultado es la desconfianza. La falta de explicaciones coherentes y las múltiples versiones contradictorias que se dieron en ese caso, refuerzan la percepción de que el Gobierno encubre la verdad, y lo peor es por qué lo hace, y esta pregunta siempre esconde una respuesta peor.
Los defensores de Sánchez argumentan que sus “cambios de postura” no son más que el reflejo de la compleja política actual; mientras que sus críticos, que crecen día a día, lo acusan de ser un político que no cumple su palabra, lo que mina gravemente la confianza en él. Para los críticos, sus decisiones no son el resultado de un pragmatismo necesario, sino de una falta de principios y de una voluntad de aferrarse al poder a toda costa. Solamente, el votante cautivo del PSOE, atrincherado en la postura de “al menos no gobierna la derecha”, se mantienen de forma contumaz ante los hechos plasmados una y otra vez. Eso lo sabe Sánchez y su propio partido, que son hooligans más que votantes y, por lo tanto, acríticos al sistema con el que se autoconvencen de estar en el lado correcto de la historia.
Calificar a Sánchez de corrupto, en un sentido estricto, requiere de pruebas directas de que haya participado en actos ilícitos o que haya encubierto conscientemente la corrupción de otros de su equipo. Hasta ahora, esas pruebas no han surgido. Sin embargo, su actitud a la defensiva y el silencio ante ciertos casos, generan dudas muy serias sobre su integridad moral. Aunque no se puede afirmar técnicamente que él sea corrupto, su comportamiento le coloca en una posición cada vez más comprometida dentro del clima de corrupción que rodea a su entorno.
¿Debería Sánchez dimitir? En otros países, hay líderes que han dimitido por casos de corrupción, ya sea en su gobierno o en su entorno político o familiar, asumiendo la responsabilidad de tales actos, propios o ajenos. La dimisión de un presidente por corrupción en su administración suele ser una medida extrema, adoptada cuando se demuestra complicidad, encubrimiento o incapacidad para gobernar desde la ética, y no digamos desde la moral. Aunque algunos indicios ya señalan a Sánchez como el “nuevo señor X” del PSOE, recordando el caso de Felipe González con los GAL, no hay, hasta ahora, pruebas concluyentes de que Pedro Sánchez esté involucrado personalmente en los actos de corrupción que afloran día a día. Pero esto puede cambiar pronto, porque hay muchas líneas de investigación abiertas y es posible que en un futuro a corto o medio plazo surjan nuevas evidencias. Es decir, que la exigencia de dimisión o su propio orgullo le lleve a dimitir, dependerá de si se presentan pruebas claras que lo vinculen a esos actos. Si las pruebas aparecen, la presión para que dimita estará más que justificada.
Mientras tanto, la discusión popular y periodística se centra en cómo manejarán desde Moncloa estos casos de corrupción más que en una implicación personal directa de su gobierno y en Ferraz. Pronto, en sus pantallas, “El tahúr del Misisipi”.
La tentación totalitaria (Almuzara), de Almudena Negro y Jorge Vilches. Un libro que defiende la libertad de pensamiento económico y de pensamiento frente a los nuevos totalitarismos que se ejercen desde la democracia y por la democracia. Se publicó poco después de la llegada de Pedro Sánchez al poder político de España, quizá motivado porque el autócrata de Moncloa ya apuntaba maneras, porque como dice el libro «un pueblo que prefiere un Estado paternalista antes que su libertad, solo puede caminar hacia el totalitarismo», ¡y es que con tal de que no gobierne la derecha, todo vale!
Lucha de tribus (Esfera de los libros), de Eduardo Bayó. El ensayo es un notable esfuerzo de desmitificación y aclara ideas capitales como la libertad, la igualdad, la seguridad, el feminismo, la dupla juventud-rebeldía o la gestión de la economía. Junto a las ideas, aborda asuntos como el consenso político, el sistema electoral español, la identidad nacional y territorial, el populismo o la crisis institucional y la desconfianza, además del fenómeno de los hiperliderazgos y la mediatización de la política.
El arte de tener razón (Acantilado), de Arthur Schopenhauer. El autor escribió este ensayo para sistematizar «las astucias, ardides y bajezas» que empleamos cuando discutimos con la única finalidad de hacer prevalecer nuestras ideas. Los tiempos en que vivimos de creación de relatos sofisticados lejos de la verdad, pero con el fin de que prevalezca la percepción de ella, me ha parecido adecuado proponer este opúsculo treinta y ocho estratagemas que convierten la dialéctica en un «arte de la sofística», pues enturbian la búsqueda de la verdad, razón última de la filosofía.