Los días se oscurecen, aseguraba uno de los héroes pequeños de la gran cosmología literaria contemporánea: El Señor de los Anillos. Y es verdad, en 2023, los días se oscurecen y los tiempos se acortan y no es porque venga el otoño ni por el cambio climático, sino por la degradación moral del hombre, que ésta sí que es desgracia mayor... además de la causa de todos los males que nos acechan, que no son pocos.
No hablo de materialismo, que eso es cosa del siglo XX. La ciencia se pasó un siglo, pongamos entre 1860 y 1960, asegurando que todo el empirismo reinante, todo el conocimiento científico posible, permitía prescindir de Dios. A partir de 1960, cuando se demuestra, no cuando se descubre, el Big Bang -lo descubrió, en 1930, el cura católico belga, Georges Lemaître-, la comunidad científica da un vuelco y se topa de bruces, con cierto retardo, con aquello que un tal Aristóteles ya había enunciado 2.400 años atrás: la existencia de Dios y la creación del universo por un ser que era, en sí mismo, la existencia, (derivaciones panteístas de esta afirmación, no, por favor).
Conviene no olvidar que Dios no necesitaba que Lemaître descubriera el Big Bang para demostrar su existencia, entre otras cosas porque el Creador no necesita demostrar su existencia: la muestra a cada instante. Ahora bien, descubrir el Big Bang era una necesidad ineludible por el papanatismo cientifista reinante durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX.
¿Estamos en vísperas de la Segunda Venida de Cristo? (se ruega no confundirla con el fin del mundo). Yo diría que sí, aunque reconozco que no existen expertos en medir los tiempos de Dios. Pero lo que sí urge es la conversión de los corazones
Entiéndanme: la ciencia no es el mejor camino para llegar a Dios. Se puede, pero no es el mejor, lo que ocurre es que ahora mismo la ciencia tiene mucho pedigrí social. ¿Cómo se va a llegar desde la materia caduca y cambiante al espíritu perenne e inmutable? Si a través de la materia, único señorío de la ciencia, ni tan siquiera podemos llegar al espíritu del hombre, figúrense al Dios-Espíritu. La ciencia puede explicar solo una ínfima parte de la materia, a su vez ínfima parte de la realidad.
Pero lo del Big Bang estuvo bien para que el escaso número de científicos y las miriadas de cientifistas que sólo creen en la ciencia, admitieran, al menos, que la hipótesis dios no se podía evitar. También resultó molón para romper uno de los grandes espejismos de la educación contemporánea: el universo es eterno y, por tanto, debe ser estanco. Pues mire, no: el universo fue creado en su momento, en el mismo momento en que se creó el tiempo, y vive en constante evolución, en veloz movimiento continuo.
Ahora bien, lo que nadie en su sano juicio podía esperar fue lo que ocurrió: cuando en 1960, por fecharlo en algún sitio, la ciencia se rinde ante Dios Creador -que no ante Dios Padre- en lugar de eclosionar una fe renacida, emergió el relativismo: OK, se dijeron muchos, nadie en su sano juicio puede negar la existencia de Dios pero sí la existencia del bien y del mal. De hecho, ¿seguro que el bien es bien y el mal es mal? Y si nada es bueno ni nada está mal, ¿para qué esforzarse en el mérito? Mejor dejarse llevar, mejor que nos controle el triángulo vital: el estómago, el bolsillo y el tercero... que no se lo digo porque he sido educado en colegio de pago.
Los días se acortan y el pecado, el mal, se hace palpable. Tanto que parece contaminar la calle y hasta el aire que respiramos se enrarece. Repito: nada que ver con el cambio climático sino con una sociedad empecatada, incapaz de amar
No voy a hablar de relativismo porque el rey del asunto fue un tal Joseph Ratzinger y él cerró este capítulo, pero sí me preocupa que incluso católicos consecuentes, bien formados, sigan hablando hoy, en el siglo XXI, de relativismo.
Porque esa subjetividad moral es propia de la segunda mitad del siglo XX pero se ha quedado desfasada en el siglo XXI. En el siglo XXI hemos inventado la Blasfemia contra el Espíritu Santo, salvo algún necio interesado y la legión de prejuicios necios, nadie niega la existencia de Dios, y se ha dado un paso más en aquel dogma relativista: nada es verdad ni nada es mentira, todo depende del color del cristal con que se mira.
Sí, en el siglo XXI hemos progresado mucho: ahora llamamos bien al mal y mal al bien, verdad a la mentira y mentira a la verdad, feo a lo bello y bello a lo feo. Y la Blasfemia contra el Espíritu sólo nos conduce a... que los días se oscurezcan y los tiempos se acorten. Lo que nos ocurre es que hemos invertido los principios -lo que algunos se empeñan en llamar ‘valores’- y entonces la purificación se hace imprescindible: hay que volver a empezar.
Los días se acortan y la conversión de cada uno, además de importante, es ahora urgente.
Lo dicho, vivimos un momento histórico apasionante. De final de ciclo, ciertamente, que puede ser muy duro, pero digno de ser abordado con entusiasmo: nada de angustia ni de melancolía
En este momento histórico genial conviene evitar a dos grandes enemigos: la depresión y la desesperación. La depresión no es otra cosa que falta de infancia espiritual, de confianza en Dios; la desesperación es peor: es pensar que no hay otra salida que la autodestrucción... por falta de confianza en Dios. En la depresión pensamos que el mundo está mal, en la desesperación que no puede mejorar.
¿Que qué hacer? Lo mismo de siempre pero mejor que nunca. Ya saben: si buscas a Cristo sin la cruz, encontrarás la cruz, no a Cristo. Que a eso es a lo que llamamos conversión.
¿Estamos en vísperas de la Segunda Venida de Cristo? (se ruega no confundirla con el fin del mundo). Yo diría que sí, aunque reconozco que no existen expertos en medir los tiempos de Dios. Pero lo que sí urge es la conversión de los corazones. Porque los días se acortan y el pecado, el mal, se hace palpable, Tanto que parece contaminar la calle y hasta el aire que respiramos se enrarece. Repito: nada que ver con el cambio climático sino con una sociedad empecatada, incapaz de amar.
Lo dicho, vivimos un momento histórico apasionante. De final de ciclo, ciertamente, que puede ser muy duro, pero digno de ser abordado con entusiasmo: nada de angustia ni de melancolía.