En el centro de la argumentación atea siempre está la exigencia de un dios que se manifieste de forma evidente y demostrable en el mundo: si quieres que creamos en ti, muéstrate. Y claro, como resulta que el Creador no es un esclavo a las órdenes de la criatura, que no se manifiesta ante ella, nimbado por una aureola, llega la conclusión más estúpida de todas: Dios no existe y el hombre se queda fastidiado.

La ciencia especula y rara vez nos lleva a sitio alguno, la tecnología nos lleva muy deprisa hacia ninguna parte. Pero un católico que desprecie la ciencia o la tecnología es un grandísimo tonto

Dejando a un lado la prepotencia de la exigencia de la criatura a su Creador y dejando a un lado que cuando la criatura realmente se esfuerza por dar sentido a su existencia acaba, antes o temprano, por conocer al Dios que se revela, el siglo XXI no es ni tan siquiera un siglo de ciencia, como fue el XX, sino de tecnología, es el siglo de Internet y del móvil. 

Ahora bien, el cientifismo produce hambrientos insatisfechos, la tecnología ahítos saciados. La ciencia produce hambre porque sólo puede explicar lo material. O sea, muy poquita cosa y entonces llega la insoportable duda, la insoportable ignorancia del agnosticismo. Vamos que no sabemos nada del virus del Covid que sufrimos. La ciencia produce el Comité de Expertos de la ministra Darias, don Fernando Simón y a doña Margarita del Val

La tecnología, por contra, tan maravillosa en su origen como la ciencia empírica, produce empacho: un materialismo práctico ensimismado con la pantalla del móvil y una sociedad convencida de que compartir es igual a saber, independientemente de la tontuna que se comparta. Vamos, que sabemos hacerlo todo para no conseguir nada. La tecnología produce al señor Zuckerberg

La tecnología, sí, nos puede llevar muy lejos y por eso debemos utilizarla. Ahora bien, nunca nos llevará demasiado cerca, nunca nos dirá quiénes somos y por qué estamos aquí. 

La ciencia especula y rara vez nos lleva a sitio alguno, la tecnología nos lleva muy deprisa hacia ninguna parte. 

Dios no se puede mostrar, asegura ese gran científico católico que es Pérez Castells: si lo hiciera, nos anularía

Ahora bien, tanto la ciencia como la tecnología, si sabemos lo que cada una puede darnos y lo que no, son instrumentos utilísimos para acercarnos a Cristo. Un católico que deja de utilizarlos o que, simplemente, desprecia la tecnología, es un grandísimo tonto.

Y todo esto me lleva a recomendar de nuevo la lectura impenitente de Javier Pérez Castells y su última obra, esta vez múltiple: La ciencia contra Dios. Las preguntas clave en ciencia y fe

Veamos el ejemplo de Castells, científico, que no tecnólogo, sobre mi torpe explicación anterior. 

Lo suyo resulta mucho más plausible que lo mío: "sería un grave problema para la teología si dios se manifestará de forma evidente en este mundo. Pasaríamos a ser como los niños de una clase de educación infantil a los que se deja solos en un aula para observar cómo se comportan pero los que en un momento dado se les indica que se les está observando a través de cámaras. Su comportamiento ya no sería el mismo. Dejarían de hacer, dejarían de actuar en libertad. No tiene ningún sentido teológico la manifestación incontrovertible de dios en el mundo... La fe es imprescindible para garantizar nuestra libertad".

El método científico no tiene nada que hacer en la búsqueda de la finalidad del universo. Además, dice Castells: "para muchos científicos el sentido común nos lleva a pensar que, si no se encuentra finalidad escondida en las leyes naturales, es que no debe haberla (pero) para muchas otras personas, lo que el sentido común asegura es lo contrario: dado que hay un transcurso claro en pos del crecimiento de determinados factores, ello debe esconder un fin, aunque no sea asequible a la ciencia". 

Ya saben: Dios ha muerto, dijo Nietszche; Nietszche ha muerto, respondió Dios.

Claro que la ciencia del siglo XX y la tecnología del siglo XXI son importantes. Utilicémoslas a fondo pero no les exijamos lo que no pueden dar: ni una razón de la existencia ni un sentido de la vida. Eso sólo lo puede proporcionar la religión.