Juan Pablo II, en uno de sus viajes a Estados Unidos, en 1995, ya predijo lo que iba a ocurrir con la mariachi de derechos, inacabables, que constituye todo el discurso progre del siglo XXI. Fue durante su homilía de Baltimore, el 8 de octubre de 1995, donde, entre otras cosas, pronunció las siguientes palabras: "La libertad no consiste en hacer lo que nos place, sino en el derecho a hacer lo que debemos”.
Dicho de otra forma: el hombre moderno necesita una buena dosis de humildad. Es un ser creado, al que nadie le ha pedido permiso para venir a la vida, que no puede dar razón de su existencia. Por tanto, no puede alegar derecho alguno. Hasta sus méritos le vienen dados. La teología cristiana hace mucho hincapié en los méritos que Cristo nos ganó en la cruz y en que, gracias a esa redención, venimos a ser hijos de Dios. Es decir, que hasta nuestros méritos nos vienen dados.
La mayoría de los derechos invocados últimamente no son sino caprichos o deseos personales
El hombre no es un ser autónomo porque no puede dar razón de su existencia. Por tanto, no nos vendría mal un poquito más de humildad. De hecho, el progresismo ha terminado en una continúa reclamación de derechos. Encima, la mayoría de los derechos invocados últimamente no son sino caprichos o deseos personales. O como recordaba Chesterton: para corromper a un individuo basta con enseñarle a llamar ‘derechos’ a sus anhelos personales y ‘abusos’ a los derechos de los demás.
Un poquito más de humildad, casi de modestia. Nos vendrá bien.
En los seres creados no existen derechos naturales sino deberes. El papel de los poderes públicos consiste en no impedirnos el cumplimiento de esos deberes. Y a esa libertad le llamamos derechos.