Lo dijo Benedicto XVI y, desde luego, viene más a cuento que nunca, porque el fenómeno migratorio se está convirtiendo en uno de los elementos de nuestra época, en un mundo inseguro, donde las nuevas generaciones viven peor que las anteriores y donde la globalización, o sea Internet, ha disparado el deseo de mejorar en algún otro punto del globo. Así, la migración se ha masificado: movimientos de población cunden en todo el mundo, sobre todo desde el mundo pobre al mundo rico pero también desde el mundo violento al mundo más o menos tranquilo.
En este ambiente, ha surgido la curiosa idea de que la migración no puede tener límites y hay que acoger a todos los que cambian de país de residencia porque tienen derecho a ello. Tanto es así que la pregunta que habría que hacerle a cualquier progresista que ordena acoger a todos los inmigrantes que llegan, por cualquier vía, es ¿a todos, sin límite?
Habrá que repetir los principios de la migración. Primero, toda emigración es mala, malísima, por cuanto significa que alguien escapa de sus raíces, que huye de su historia.
Por tanto, las sociedades de acogida deben ser generosas. Hay que acoger a todo aquel que se pueda integrar. O sea, lo que no hace el ministro Marlaska, que permite llegar a las costas españolas a todo el mundo y luego los suelta en la calle y que se apañen: ellos y los vecinos.
Al mismo tiempo al inmigrante hay que obligarle -sí, obligarle- a respetar al país de acogida, un país que se ha construido durante muchas generaciones.
Pero la inmigración, de suyo, es mala. Cada cual debe vivir allá donde aprendió su lengua materna. El extranjero es una excepción y cuando no es una excepción es porque las cosas no van bien.