Como no es el primer caso que vivo, ni el segundo, y me temo que me tocará vivir más, tengo que reseñarlo: entre la amenaza de los delitos de odio -con penas de cárcel de hasta cuatro años- y la normalización de cualquier reivindicación del lobby gay hemos llegado a una situación de carácter tántrico que podríamos resumir así: existe un colectivo de padres, cada día más numeroso, paralizados ante, o bien la homosexualidad expresa de sus hijos, o bien la posibilidad de que su hijo acabe en homosexual.
¿Cómo es posible que hayamos cambiado tanto en tan poco tiempo? Y al parecer, no para una mayor felicidad general. Quizás por el camino recorrido durante los últimos años y que podríamos calificar como la personalización de la norma moral. En otras palabras; ¿cómo va a ser malo el divorcio si yo estoy divorciado? ¿Cómo va a ser mala la homosexualidad por tanto, los actos homosexuales, si mi hijo es homosexual?
Ahora bien, ni para bien ni para mal, la trayectoria personal puede convertirse en norma moral. Insisto: ni para bien ni para mal.
Ya puestos: ¿ayuda algo a recuperar un ápice de discernimiento, es decir, de norma moral objetiva, (si es moral debe ser objetiva y si no es objetiva no es moral) la declaración Fiducia Supplicans, del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, que tanta confusión ha creado?
Ya hemos escrito mucho sobre su autor, el cardenal Fernández, y sobre el Papa Francisco, que firma la nota. Yo ahora sólo pido que reflexionen ustedes sobre lo que pasa por el corazón de un padre que se ve obligado a acudir a la boda gay de su hijo. Sólo eso.