Las Olimpiadas de París, que afortunadamente han terminado, han puesto sobre la mesa el asunto del cristiano y la violencia. Oportunamente, Religión en Libertad ha reproducido un artículo del filósofo alemán Robert Spaemann, publicado en 2012, sobre la respuesta del cristiano ante la blasfemia. 

Desde luego, merece la pena leer los argumentos de Spaemann pero, la verdad, no me ha convencido: parece delegar en el Estado el monopolio de la violencia también a la hora de defender el honor de Cristo. La verdad es que, hasta el momento, y visto lo ocurrido con los Juegos Olímpicos de París, donde ha sido el propio Estado, ese masoncete de género llamado Emmanuel Macron, a mí no me sirve. ‘Lolito’ Macron, en lugar de defender a los creyentes de la blasfemia, ha ofendido a los creyentes con la blasfemia de varios degenerados mofándose de la institución de la Eucaristía, en la Última Cena.

¿Cómo voy a evitar un asesinato, una profanación, o una violación (perdón, agresión sexual, que si no me riñe Irene) si no es con la violencia física?

Es cierto que el principio general del católico ante la violencia es el ejercido por Cristo quien, siendo Dios, se dejó llevar al matadero como oveja muda ante los trasquiladores. Hasta ahí sin problemas, porque es verdad que el principal planteamiento cristiano ante la violencia es el precitado antes morir que matar. Ahora bien, es deber del creyente defender el honor de Dios y defender al otro, especialmente al débil del fuerte. Por decir algo: ¿cómo voy a evitar un asesinato, una profanación, o una violación (perdón, agresión sexual, que si no me riñe Irene) si no es con la violencia física?

No toda violencia es condenable, no todo irritación -también conocida como cabreo profundo- es censurable. Desde luego, no la legítima defensa, ya saben, lo de los requetés durante la Guerra Civil: “Disparad, pero sin odio”. No sólo eso, es que además, el cristiano debe defender el honor de Dios en las dos etapas del conflicto: en el de la violencia digamos psicológica y en el de la violencia física. En la primera, si fuera necesario, entregando su prestigio; en la segunda, entregando su vida.

En la primera, cuando aún no hemos llegado a las manos, el católico ya tiene una obligación primordial: no callar ni debajo del agua. No pecar a lo San Pedro, valiente al cortarle una oreja al Malco y enfrentarse con la espada a los legionarios romanos y a los mercenarios guardianes del Templo, pero cobarde cuando una mujeruca que le acusa de estar con Cristo. 

Santiago Zebedeo es nuestro patrón, pero, sin duda, el santo más español es Pedro. Somos valientes en el campo de batalla pero socialmente cobardes. Recuerden las memorias del capitán Palacios (Embajador en el infierno, de Torcuato Luca de Tena), cuando observa a sus hombres, ya prisioneros de los rusos, encogerse ante el tribunal soviético asegurando que a ellos les habían enviado a luchar a Rusia, que no sabían de qué iba aquello... Cuenta su jefe que se adelantó y le dijo al tribunal: “Yo soy católico y español y he venido a Rusia para luchar contra los comunistas”. De inmediato, todos sus soldados repitieron, orgullosamente, esas mismas palabras de su capitán. Y lo asombroso, asegura Palacios, es que aquellos hombres, cobardes en la paz, eran los mismos que días antes se habían jugado su vida, con un total desprecio a la muerte, en el campo de batalla. 

El que no se indigna ante la blasfemia, probablemente no se indigne ante nada... porque nada le importa. El principal enemigo de Occidente no es el panteísmo oriental sino que él mismo ha dejado de creer en sus propios principios: lo de Europa no es homicidio, es suicidio

Pues bien, la legítima defensa empieza por la palabra, por no callar ni debajo del agua a la hora de defender nuestras convicciones, el honor de Dios y el de los hombres, hijos de Dios, sin esperar a que venga Papá Estado a protegerme ni a que los tribunales diriman. Sobre todo en 2024, en el Occidente cristiano, cuando el Estado ha abdicado de sus principios fundamentales y cuando los tribunales se han convertido en instrumentos leguleyos del poder dominante, es decir, del Nuevo Orden Mundial (NOM) anticristiano.  

Mismamente, ante la olímpica blasfemia de Macron... hablar alto y claro y utilizar todos los medios pacíficos para contrarrestar el mal. En Hispanidad ya hemos dicho que lo más eficaz hubiera sido que algún deportista participante, en unos Juegos que se inauguraban bajo la bandera de la blasfemia -tan querida por Emmanuel ‘Lolito’ Macron, ese masoncete miserable- se hubieran retirado de los Juegos por las ofensas proferidas a su fe por el mismísimo organizador. A su fe y al honor de Dios. 

En segundo lugar, la violencia física también puede ser necesaria y hasta obligatoria... en lo humano y en lo divino, Si bien es cierto que el principio primero sigue siendo antes morir que matar, antes el martirio que el asesinato, desde Francisco de Vitoria (el genial dominico burgalés de la Escuela de Salamanca, el hombre que inventó académicamente la guerra justa y el derecho internacional) sabemos que  

En cualquier caso, el que no se indigna ante la blasfemia, probablemente no se indigne ante nada... porque nada le importa. El principal enemigo de Occidente no es el panteísmo oriental sino que él mismo ha dejado de creer en sus propios principios: lo de Europa no es homicidio, es suicidio.