Siempre me ha llamado la atención que en la España pagana del siglo XXI se siga escuchando, al menos en los sepelios militares, "la muerte no es el final", magnifica melodía que viene a ser un Credo cantado. Una profesión de fe que tanto impresiona a creyentes y agnósticos con un mínimo de sensibilidad. Hay que reconocerlo: el marista Cesáreo Gabaraín Azurmendi compuso una balada universal, en fondo y forma. 

Si lo piensan bien, tiene su lógica. Mientras el discurso políticamente correcto de hoy en día considera que la muerta es el final, la sociedad, todas las sociedades, a lo largo de toda la historia, desde los zulúes hasta los millenians, han creado "cementerios", una morada para sus muertos. Como recuerda el siempre brillante Vittorio Messori, ¿por qué se preocuparon, y se preocupan, en construir recintos para algo que ha dejado de existir? ¿Construir cementerios para lo que no es, según la teoría reinante, sino carne de putrefacción? El propio Messori se responde ("Por qué creo", Libros libres) que a lo mejor se trata de un instinto atávico, pero que responde a una realidad: la muerte no es el final. Y esto, se crea en Cristo o no se crea. A fin de cuentas, ¿cómo se puede matar a un espíritu? Puedes negar a Cristo pero no el alma humana: ¿O es que tan sólo somos un trozo de carne?  

Lo que ocurre es que el cristianismo explicita como nadie esa creencia. Respeta el alma, que no está en el cementerio, y respeta el cuerpo que sí lo está. 

Por eso me preocupa la incineración creciente de cadáveres. No me gusta. Nada anticristiano, claro, que muchas parroquias españolas ya cuentan con columbario, pero lo opongo a la costumbre lituana, en la antigua Europa comunista, de situar un banco o una banqueta al lado de cada tumba, porque en la Lituania soviética la gente no se fiaba de los vivos, chivatos del partido comunista, pero confiaba en los muertos, ante cuyos restos se sentaban para contarles sus intimidades.

No enterramos a nuestros seres queridos para tener un recuerdo del ser querido -para eso bastaría con preservar alguna de sus pertenencias- sino para construirles una morada... y sólo se construye una casa a los vivos. Y a lo mejor lo hacemos porque nuestro instinto, antes que nuestras convicciones, nos dicen que sí está vivo. 

O como se dice ahora para esconder este pensamiento en lo políticamente correcto, en lo socialmente admisible: "Donde quiera que estés". Pero, ¿no quedamos en que con la muerte se acaba todo y nuestros muertos han desaparecido, no están en sitio alguno? 

Digo que con el Covid se ha disparado la incineración por razones médicas y, sobre todo, por orden política. No se necesita ser creyente fervoroso para creer en lo espiritual, entendido como aquello que no es material, es decir, en lo racional, en lo libre. 

Para eso, basta con ser sensato y tener dos dedos de frente. Y si se cree en que el hombre no sólo es materia sino también espíritu, enseguida deduces -una evidencia científica- que si la muerte médica tan sólo consiste en la disgregación de la materia, puede terminar con el cuerpo, que se disgrega, pero no con el alma, ni con la mente, ni con tu personalidad, ni con tu psique... que son inmateriales.

En cualquier caso, con el Covid -insisto- se dispararon las incineraciones. Es decir, no le hicimos una morada a los muertos, intentamos conjurar una verdad de todas las épocas, de todas las civilizaciones: que la muerte no es el final.

No han sido los curas sino los antropólogos quienes han dictaminado que la civilización comienza cuando se empieza a rendir tributo a los muertos. Con la incineración también se les rinde tributo, pero es el Cristianismo el que más valora la parte material del hombre, el cuerpo, y el que ha calificado como profanación la manipulación no autorizada por el interesado de cadáveres. 

Mejor reducir las incineraciones, sobre todo si vienen impelidas por el miedo al Covid, y volver a los entierros. También porque la muerte no es el final y porque estamos llamados a una vida más alta y mejor. Los cristianos tenemos un Dios que sabe cómo salir del sepulcro.