La muerte ha sido objeto de muchos chistes. Por ejemplo, el de aquel buen hombre que acude al tanatorio y le dice al sepulturero que su suegra acaba de morir:
-Pues le acompaño en el sentimiento, manifiesta el profesional -con mucho sentir-. Pues verá, podemos actuar de tres formas: colocándola en un monumento, en un nicho por 25 años renovables o la incineración.
A lo que el apenado yerno responde:
-No corra riesgos: los tres.
Cuando Juan Pablo II visitó Lituania le sorprendió las muchas sillas portátiles que veía ante las tumbas, en los cementerios. Preguntó a qué se debía y se lo explicaron: en la era soviética, que apenas había terminado, la gente tenía la costumbre de venir a los cementerios a hablar con sus difuntos... porque no se fiaban de los vivos: podían ser chivatos del Partido.
A lo mejor el culto a los difuntos, base de tantas religiones primarias, como, por ejemplo, el sintoísmo japonés, se enraíza ahí: en la confianza que instintivamente, sentimos hacia los muertos. Lo que no deja de resultar curioso, dado el miedo que tenemos a la muerte.
Sin embargo, los místicos hablan de ‘nuestra amiga la muerte’. Yo considero lógico el miedo a morir: la angustia de la separación de los que amamos, la dureza de la agonía... pero no comprendo el miedo a la muerte.
No me dirijo a los creyentes, sino a los aprendices de filósofo o simplemente a los que emplean el cerebro. La muerte no es el final, no puede ser el final, porque, ¿acaso alguien puede matar a un espíritu? El hombre es cuerpo y alma, o materia y espíritu, lo visible y lo invisible.
La muerte no es más que la separación entre el cuerpo y el espíritu. La materia se disuelve y desaparece pero el espíritu, que no tiene principio ni fin, necesariamente ha de permanecer. La materia muere cuando se disgrega pero, ¿quién puede matar a un espíritu, que no tiene partes?
No, la muerte no es el final. Para mantener el misterio no le voy a decir lo que ocurre después de la muerte, pero la muerte no es el final.
Créanme: la muerte no es para tanto.