Recién pasado el Adviento, hemos pasado por el suave tamiz de la Nochebuena... Una fiesta que todos los agoreros mediáticos se han empeñado en definir y repetir como unas navidades diferentes, ¡eso quisieran ellos! Quien haya vivido las navidades de otra forma por los motivos de la pandemia, es que no sabe qué es la Navidad. La Navidad no es una party, en todo caso es la fiesta como consecuencia de la alegría interior. Es la celebración que nos brinda la oportunidad de volver a la senda segura del Cielo.
No podemos negarlo, la sociedad está contaminada de un mal orgánico, instaurado desde las instituciones con el fin de desnudar al alma del abrigo de la fe; y sin fe, el amor sólo puede impostarse y la esperanza se limita a la tradicional lotería del día 22 de diciembre. Hay otro extraño mal que nos condiciona todo y a todos, que no es otro que sentir que el mal o el bien como tal, no es algo personal, sino que se trata de algo que pervive de forma espectral en la sociedad y que nos afecta de forma segura sin que nosotros podamos hacer nada. Es el maligno, que se camufla con la piel de cordero del buenismo: somos buenos porque sí y el mal es inevitable.
Es el maligno, que se camufla con la piel de cordero del buenismo: somos buenos porque sí y el mal es inevitable
Precisamente por eso la Navidad, la Nochebuena, obra el milagro de que nos miremos a nosotros mismos, de que descubramos que bajo la piel que envuelve nuestros huesos existe el deseo de cambiar para bien, porque frente a un mundo duro, frío y racionalizado, está la ternura del Niño, que no es otra cosa que el amor a los nuestros. Si no percibimos esa reacción a lo largo de estos días, después del 24 y 25 de diciembre, es que no vivimos la Navidad, sólo flotamos en las navidades, comiendo y bebiendo como lo haría un animal cebado y disfrutando de unos días de vacaciones que, entonces, no sé por qué nos merecemos.
La Nochebuena, la Navidad, nos invita a iniciar otra forma de vivir la vida, que no deja de ser la misma vida de siempre, y no es contradicción, es paradoja, porque siendo la vida diaria -el mismo trabajo, la misma familia, los mismos amigos…-, la transformación interior nos lleva a ver y a convivir todo de manera diferente. Tradicionalmente, es en el inicio de cada año, cuando los propósitos más mundanos afloran en nuestros intereses, y es normal, todo está en regla, una fecha mundana debe dar propósitos mundanos. Lo raro es que una fecha sobrenatural como es la Navidad no provoque en los cristianos propósitos sobrenaturales. Quizá sea la falta de empeño en querer ver, mirar, buscar en nuestro interior y preguntarnos sobre cómo es nuestra relación con Dios, porque no hay que esperar a que truene para acordarnos de santa Bárbara… También podemos proveernos de un buen paraguas aún no sabiendo si lloverá o no.
Lo raro es que una fecha sobrenatural como es la Navidad, no provoque en los cristianos propósitos sobrenaturales
Podemos imitar a María en su humilde disponibilidad, y también ser José en su quehacer diario: su trabajo, su protección, el amor que tuvo por ella y el Niño. Podemos ser José y volver a rescatar al hombre (mujer) que fuimos en los primeros amores, desposeídos de celos y trapos sucios ocultados posiblemente en silencio, pero sin perdonar… En la medida que pasan los años, el corazón se reduce, se arruga, se hace duro... San José nos dice que nuestros años de vejez deben servir para ser/estar más cercano y deseable al menos a los nuestros. Huir de ser viejos agriados porque la vida ha sido dura o porque, según nosotros mismos, no hemos sido tratados como merecemos por la familia, el mundo… ¡Dios!
Resurgir de la Navidad con el corazón esponjado de mirar a los demás y a este mundo caótico y oscurecido por las circunstancias políticas, sociales y pandémicas, con la alegría de estar desposeídos de nosotros mismos. Me parece un buen aliciente para mirar al año 2021. El Misterio de la Navidad tiene su mejor literatura en los cuentos que nos hacen retornar a nuestra niñez, en forma de graciosa esperanza, y me gustaría aportar en esta ocasión publicaciones que nos lleven a saborear estas fechas.
Canción de Navidad (Homolegens) de Charles Dickens. No podemos pasar por alto al más famoso, tradicional y versionado cuento de navidad sin miedo a repetirme, entre otras cosas porque aporta una magnífica moraleja que tiene mucho que ver con el colofón de este artículo. No me entretendré a desmenuzar la trama por ser archiconocida, pero sí animar a que se tenga como fondo literario en cualquier biblioteca doméstica.
El espíritu de la Navidad (Espuela de Plata) de G. K. Chesterton. Ningún escritor podría representar mejor que el gran G.K. Chesterton por su descomunal volumen y su aire de ferocísima bondad. Pero no solo físicamente, también en lo intelectual y emotivo ha sido Chesterton el más decidido, gozoso e insistente paladín de la Navidad, a la que dedicó artículos y ensayos, cuentos y poemas e incluso una breve obra de teatro.
Vieja Navidad (El Paseo) de Washitong Irving. El autor, aunque estudió Derecho, su vocación era más por bien periodística y la escritura. En 1802 comenzó a escribir artículos en periódicos de Nueva York y terminó con ensayos muy interesantes, y la presente relación de cuentos navideños donde retrata de forma nostálgica y humorística las celebraciones navideñas en una casa de campo inglesa.