Haz que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya. Es la oración de Jesús de Nazaret en Getsemaní y resultó un fracaso total: no pasó de Él, Cristo bebió hasta las heces del cáliz. Entonces, ¿es que el Padre, otra persona de su propia naturaleza, no le escuchó? Pues si no escuchó al Hijo, ¿por qué habría de escucharnos a nosotros? Y ya puestos: ¿para qué hacer oración si toda oración es baldía?
Respuesta: el Padre sí escuchó las palabras del Hijo, quien, en su humanidad, sentía miedo y repugnancia ante el dolor. Así, de paso, nos enseñaba que nada más contrario al cristianismo que el masoquismo.
Lo que pedía Dios Hijo es que, si no era posible evitar el suplicio, al menos le diera fuerzas para hacerlo. Y se las proporcionó.
La oración cristiana no consiste, o no debería consistir, en pedirle a Dios que nos ahorre dificultades sino en que nos dé fuerza, o sea, su Gracia, para afrontarlas y con alegría.
¿Y cuando pedimos por los demás? Pues entonces se aplica lo que Cristo comunicó, en oración claro está, a Teresa de Jesús: “Yo quería, Teresa, pero los hombres no han querido”. Otra vez con el muro infranqueable de la libertad humana. Infranqueable incluso para el Todopoderoso, porque es la norma que él se impuso desde el inicio de la creación: quiere hombres libres incluso para despreciarle -y suelen hacerlo- pero que también, en aras de esa libertad, pueden decidir amarle.
Si no, hubiera creado máquinas y perros, que incluso con la inexistente inteligencia artificial sólo obedecen órdenes. La fidelidad de la máquina, o la del perro, no tiene valor alguno, porque ni la máquina ni el perro son seres libres.
A salvo los dos principios para entender el poder, poder omnipotente, de la oración, también conviene, en contra del lugar común, aclarar que la oración cristiana -hablo de oración mental, no vocal- consiste en hablar con Dios y contarle nuestras cuitas es una realidad católica, y es ajena a cualquier otro credo. A ningún ateo, a ningún musulmán, a ningún budista, le escucharán decir que va a hablar con Dios. A un cristiano sí, y si ha entendido bien en qué consiste la oración, si ha entendido que orar es hablar con Dios, añadirá estas palabras... y Dios responde cuando le hablas.
Teresa de Ávila se pasó años en oración muda, antes de que Dios se dirigiera a ella con una sola palabra... y acabó siendo la mayor mística de todos los tiempos y una de las grandes poetisas de la historia, pero su mayor mérito fue el de ser una mujer que hablaba con Dios hasta de las cosas más triviales. Como aquella ocasión en la se cayó en un barrizal, cuando andaba de fundación en fundación por los caminos de España. Llena de barro pringoso, escuchó a Cristo que le decía.
-Así trato yo a los que quiero.
A lo que Teresa, siempre femenina, vamos, que no se cortaba un pelo, respondió con un reproche:
-Por eso tenéis tan pocos amigos.
La carcajada divina debió hacer temblar el universo.
A ningún ateo, a ningún musulmán, a ningún budista, le escucharán decir que va a hablar con Dios. A un cristiano sí, y si ha entendido bien en qué consiste la oración, añadirá sin palabras: y cuando le hablas, Dios responde
Pero la oración mental, diálogo con respuesta, no es una cuestión de tiempos pretéritos. Ya hemos hablado de la española Teresa de Jesús, pero debemos redondearlo con la francesa Teresa de Lisieux y con la kosovar Teresa de Calcuta: del siglo XIX la una, del XX la otra.
Teresa de Lisieux, fallecida en 1897, aseguraba que Dios, ahora mismo, en el mundo moderno, hablaba más a los cristianos que hacían oración que lo que habló a los apóstoles cuando estuvo en la tierra.
Tampoco es para extrañar cuando certificamos que el mundo contemporáneo se caracteriza por más hechos extraordinarios que ninguna otra época histórica. Sí, que un hombre dialogue con su Creador es un acontecimiento sin duda extraordinario por esencia, aunque cotidiano por frecuencia. Además, que las manifestaciones extraordinarias del Padre Eterno y de su Madre, la Corredentora, sean más frecuentes hoy en día que en la Edad Media es lo más lógico... hoy somos más, más gente, más para salvarnos o para condenarnos.
Tercera Teresa, la santa de Calcuta, uno de los grandes personajes del siglo XX. Las misioneras de la Caridad, por decisión de la heroína kosovar, dedican ocho horas a cuidar de lo más miserable y, ojo, cuatro horas a la oración. Porque Teresa de Calcuta sabía que nadie da lo que no tiene y que las ocho horas de nada valían sin las cuatro precedentes de oración.
Por último, un consejo, que no viene de un santo, sino de muchos santos, coincidentes en esto: en la oración mental conviene escuchar más que hablar. Entendámonos, es formidable desahogarse con Dios -con quién si no- y es verdad que a Dios le gusta que le contemos nuestras cosas, de nuestros labios, aunque Él ya sepa todo lo que vamos a decirle. Pero también es verdad que lo más gozoso en la oración mental consiste en escucharle a Él, no en escucharnos a nosotros mismos.
Resumiendo: Dios no nos juzgará por nuestras victorias sino por nuestras cicatrices, como decían los carlistas. Dios no promete triunfos, añado yo, promete que estará con nosotros en la batalla... y esto no es sino otra consecuencia, una más, de nuestra condición de hombres libres, los que gozan de la libertad de los Hijos de Dios.