La humanidad ha trasladado un ansia, quizá no desvelada, de generación a generación a partir de las historias o leyendas. Contar a tus hijos, y tus hijos a sus hijos, lo que entonces sucedió para dar sentido a lo que hoy somos es una necesidad inherente al ser humano, porque en la tradición está la esencia de por qué y cómo vivimos. Al final, como dice la futuróloga Marina Gorbis: “Contar historias es nuestro súper poder porque esas historias son el vínculo entre la memoria individual y la imaginación colectiva. Así es como construimos una realidad colectiva”. Es decir, que las tradiciones, al fin, son eso que nos hacen sentir que el pasado de nuestros antepasados, no solo tuvo algún sentido para ellos, es que además da sentido a nuestra vida de alguna forma. Es posible que esta sea la razón por la que determinadas corrientes posmodernas se empeñan en romper con la verdadera historia que nos ampara, las costumbres que nos protegen y las tradiciones que nos acompañan.
En Lo eterno sin disimulo, C. S. Lewis da en la diana cuando descubre la intención de los relatores actuales para alcanzar la disolución de nuestras raíces. Dice: “Nuestra tarea consiste en exponer lo eterno (lo mismo ayer, hoy, que mañana), en el lenguaje de nuestra época. El mal predicador hace exactamente lo contrario: toma ideas de nuestra época y las atavía con el lenguaje tradicional del cristianismo. (…) El núcleo de su pensamiento es simplemente contemporáneo; la superficie es tradicional”.
Así, también, quieren destruir el legado religioso y filosófico que nos conduce en la vida hacia un sentido muy concreto… Por ejemplo, el contemporáneo concepto kantiano de la libertad, que defiende que el hombre nuevo determina su libertad gracias a la autonomía de sus decisiones, sin que las consecuencias de sus actos consigo mismo y la sociedad tengan que ver con él, porque prevalece el yo por encima del propio yo -individualismo en estado puro-. Una filosofía que pretende borrar del mapa a la libertad que emerge de la responsabilidad personal, que ambiciona de alguna forma escoger en la medida que mejora para con uno mismo y los demás.
Caben en la razón dos actitudes falsas. Una es la confianza excesiva en ella, que conduce al escepticismo. La otra es la resignación a la estupidez, que viene de la pereza o el desinterés. La verdad se alcanza evitando estos dos obstáculos
Soy un firme defensor de la lectura clásica donde nos encontramos historias de un pasado que ensalzan las virtudes humanas que hace de los hombres y mujeres héroes de su tiempo. Quizá no tengan capa ni superpoderes, pero tienen la esencia que nunca nos faltará a nadie sea de la época que sea. Son dotes hermosas que nos hace ser grandes porque somos útiles para los demás, no porque tengan éxito humano, brillante, de peana donde solo cabe una persona autosatisfaciéndose encantado de conocerse así mismo. Si no porque su generosidad, rectitud, honor, templanza, discreción… les predispone al mundo sin coste alguno, una especie de economía de lo verdaderamente humano. Y debo decir que de estos locos hay cientos entre nosotros o lejos, incluso a miles de kilómetros, que están dispuestos a tener una vida mate, sin brillo, sin redes sociales, sin focos, ni reportajes, sin aplausos cuando sancionan buenismos emocionales… Están y no los vemos, porque hay otros que copan el papel couché, algunos digitales, pantallas de televisión y por supuesto Tik-Tok... Están donde generan espectáculo, que a la postre para eso ha quedado el urbanita del siglo XXI, para admirarse neciamente de bobadas zafias, baratas, insignificantes, placenteras, egocentristas…
Es Juan Manuel de Prada, con la agudeza que le caracteriza, el que en su libro Cartas del sobrino a su diablo, hace la reflexión: “… las facultades sensitivas deben subordinarse a las intelectivas, de tal modo que emociones y sentimientos sean elevados y depurados por la razón, que es la encargada de emitir los juicios morales”. En efecto, la calle no está, ni se la espera, para reflexiones. La política y el ocio han invadido la intimidad del ser y tomado asiento. Ya no se piensa, no se cree en un Dios que haga transcendernos. La sociedad vive en una isla de islas sometidas a un dictado introsensorial que domina sus deseos y en consecuencia sus necesidades, primando las fisiológicas sobre las demás. Hombres y mujeres que son solo cuerpos apoltronados a las apetencias y los deseos. Jóvenes y viejos dedicados a flotar en el universo cosmo-umbilical que se han construido al pie del cañón de la servil socialdemocracia, donde viven esclavizados en una especie de suerte imaginaria de libertad de baratillo.
Paul Glyn, considerado de alguna forma el biógrafo más autorizado de Takashi Nagai, en su obra mitad reflexiva, mitad biográfica, Requiem por Nagasaki, hace que nuestras vidas sean miserablemente paganas. Al hilo de la vida de Takashi, un japonés ateo que termina convirtiéndose al catolicismo gracias a su mujer, y que después de las miserables bombas caídas sobre Nagasaki, enfermo, inválido y aun así esperanzado, se dedica a escribir y a charlar con todos los que quieren visitarle en su casucha -hecha con restos de escombros después del bombardeo-, convirtiendo a Dios a todos los que tiene la valentía de acercarse a escucharle. Pues bien, en esta obra, que debiera leerse al menos una vez en la vida, hace uso de Blaise Pascal a menudo, como el caso que expongo para reflejar en qué lugar nos encontramos hoy la humanidad en general y la occidental en particular: “De acuerdo con Pascal caben en la razón dos actitudes falsas. Una es la confianza excesiva en ella, que conduce al escepticismo. La otra es la resignación a la estupidez, que viene de la pereza o el desinterés. La verdad se alcanza evitando estos dos obstáculos”. Somos los cristianos que todavía amamos y creemos desde la razón, los que podremos dar luces a este mundo de carne y trapo que nos lleva directamente a la oscura noche de las almas.