Cada noche, los milicianos capitalinos abandonaban las checas en las que lo habían pasado teta y se iban de putas a la taberna de la Lola, armados hasta los dientes con aquellos vales de jodienda que les habían entregado en los comités de defensa. El día lo habían pasado, como tantos otros, apiolando a curas y a facciosos o dilacerándoles las carnes en horríficas torturas, por amor a una república que se les había vuelto escabechina. Y como tantas otras noches, después de escabechinas y “paseos”, se dirigían en procesión hacia la Lola, donde el odio lo evacuaban no en matanzas, sino por vía seminal.

Al abrir la puerta del local, las fumarolas de tabaco que se agolpaban contra la techumbre parecían querer huir de allí, atemorizadas por tanto vicio, como antes habían querido huir de la checa aquellos a los que se había torturado; pero al instante aquel humo espeso regresaba a su natural ubicación, junto a la techumbre, para gravitar de nuevo sobre los clientes e incensarlos con nefandas intenciones.

—¡Al fin aquí— dijo al entrar en el local un miliciano enteco y desgalichado, al que el pelo en crenchas luengas no llegaba a disimular unas orejas muy propicias para el vuelo—. ¡No os imagináis las ganas que tenía!—. Insistió; y al tiempo se llevaba la mano a los genitales y se los apretujaba levemente, como para cerciorarse de su geografía o bombear sangre a las arterias.

—Ya tienes prisa, ¡eh! —respondió otro, carcajeándose, mientras se dirigía al mostrador; y su risa alharaquienta dejó al descubierto una dentadura embetunada y expuesta por la piorrea—. Pero tomemos algo antes, carajo, que tiempo habrá para la Lola. Además, antes que tú tiene que ir Joaquín, que ya le va siendo hora de estrenarse.

Y el tal Joaquín, apenas un muchacho imberbe, esbozó una sonrisa tímida y cenicienta, que apenas llegó a dibujársele en los labios ni a llegársele a los ojos, para entonces algo pitañosos. Pues en sus ojos aún quedaban vestigios de imágenes tremebundas, recuerdos inextinguibles de hombres y mujeres aterrorizados, empapados por la sangre que les brotaba con estrépito de las mutilaciones, mientras imploraban una clemencia que nunca habría de llegar.

Y así, entre el acogotamiento de Joaquín y las chanzas y ofertas de jodienda de sus compañeros, todo el grupo se llegó hasta la barra de la taberna, donde un camarero de patillas gordas había comenzado a escanciar aguardiente en unos vasos chatos, pitoniso de las aficiones alcohólicas de los milicianos.

El mostrador del puticlub, ornamentado con una policromía hortera de azulejos diminutos y cenefas con un dorado más falso que Judas, estaba historiado con efebos empalmados y doncellas en ciernes de la desfloración; pero la suciedad antigua que embadurnaba los azulejos añadía años a los efebos y ajaduras a las doncellas, desmintiendo esa pretendida desfloración. También, asomando la testuz en una esquina, se había representado en aquel mosaico zafio una figura andrógina, con cuernos de cabrón, que parecía relamerse de gusto.

—¡Escancia largo, camarada, que hoy tenemos mucho que celebrar! —dijo como entre ronquidos el que se había apretujado los huevos—. Y sírvele duro a Joaquín, anda, que hoy se estrena con la Lola.

Y nuevamente una sonrisa triste asomó a los labios de Joaquín.

También las furcias parecían tristes o siquiera aburridas, como besugos sin guarnición —o, tal vez, el alcohol las amuermaba, dejándolas como en mojama—. Sin apenas reparar en los milicianos, aquellas muchachas tristes o siquiera aburridas pasaban el tiempo echándose al coleto los aguardientes que les servía el camarero. Se apoyaban en las columnas del local y se estatuaban allí, contra los estucos resquebrajados, bebiendo sin cesar, como cariátides en ciernes del derrumbe. Y las resquebrajaduras de los estucos parecían extenderse hasta los rostros de las muchachas y contagiarles su afección, pues a ellos asomaban, como síntomas de carcoma o de alguna enfermedad venérea, toda una colectánea de arrugas, cráteres y eritemas que el enfoscado de maquillaje no lograba atenuar.

Algo más allá, en una esquina oscura donde quizás los murciélagos se colgaban de la techumbre, un cantaor famélico entonaba trinos pretendidamente flamencos, aunque más bien parecía una horrísona sucesión de jipidos y gugluteos. Vestía un trajecillo con evocaciones toreras, ajustado hasta la asfixia o la impotencia; y coronaba el atuendo con un sombrero cordobés ya muy arpado y repleto de goteras, por las que tal vez se colaran las cagadas de los murciélagos. Bajo el sombrero le asomaba un caracolillo muy engominado y remolino, envidioso de aquellos con que Estrellita Castro se hermoseaba la frente.

Al verlo, los milicianos esbozaron un visaje de repeluzno.

—¡Hay que joderse! Éste se salva porque es rojo —aseguró con desprecio un miliciano muy grueso y un tanto prognato, mientras se limpiaba las escurrajas del aguardiente con el dorso de la mano—. Pero vamos junto a la Lola. ¡Venga!—. Bramó.

Y todos al unísono se giraron hacia el fondo del local, donde la Lola, repantigada en una suerte de trono cutre, aguardaba a los milicianos que habría de montar.

La Lola llevaba un vestido de tirantes, de seda o de satén bermellón, que parecía recoger toda la luz del lupanar, restallante como un faro entre la niebla —aunque tal vez tuviera más semejanza con esas hogueras que los ladrones, antaño, prendían a modo de señuelo en las costas más accidentadas, para favorecer los naufragios y asegurarse el expolio del pecio—. Las tetas gordas le balconeaban en el escote como un suicida en un puente, a punto de precipitarse al suelo; las nalgas parecían habérsele derrumbado sobre el asiento y salirse por los bordes, como hace el caldo férvido en la olla en que se cocina; y allí donde se presentía la cintura se le arrejuntaban las mollas, que el corsé no acertaba a contener.

Tal vez en su juventud hubiese sido la Lola una mocetona guapa; pero ahora, tras el baqueteo frentepopulista, parecía la versión birriosa o descacharrada de aquella diosa Razón que Joaquín había visto en las postales con que mercadeaban sus compañeros más leídos, que se las daban de ilustrados —aunque en realidad les iba más la degollina que la enciclopedia—. Y es que ahora no era la Lola más que una fámula de la República; un cachivache ajado que arrojar a la basura cuando uno se cansaba de usarlo; uno de esos requilorios dorados que, tras haber perdido el baño con que se cubren, nos muestran su naturaleza de latón.

Lejos de aquella hetaira legendaria que le habían descrito sus compañeros, aquella Lola de deslumbrante bermellón le pareció a Joaquín un cacho de carne palpitante, como una gigantesca hemorragia; algo no muy distinto, en realidad, de aquellos cuerpos hechos guiñapos que se abandonaban cada día junto a las tapias de los cementerios.

—Anda, corre —le dijeron de pronto varios milicianos a Joaquín.

Y el muchacho, más medroso que enfebrecido de deseo, se llegó hasta la Lola y se plantó ante ella como un don Tancredo o un estafermo cualquiera, incapaz de decir un ay. Se había quitado la boina y la sostenía junto a la bragueta, pudibundo, aferrándose a ella como el náufrago se aferra a los restos del buque.

Tengo un vale —acertó a decir el miliciano; y las palabras le salieron tartamudas y molestas, como picatostes de una sopa.

Y la Lola echó a reír como posesa, casi orneando.

Cuando reía, las tetas gordas se le movían con un temblor casi telúrico y al borde de la catástrofe; y los dientes, en los que un carmín excesivo había dejado su impronta, parecían querer salírsele de la boca.

—Por dos polvos —insistió el muchacho, un tanto herido en el orgullo.

¡Dos porvos! —clamó la Lola—. ¡Caramba, se ve que tas portao! Pues norabuena, carajo. Y es tu primera vez conmigo, ¿no?

—Sí, señora —respondió el muchacho—. Pero no es mi… Yo, ya…

La boina se le estaba quedando a Joaquín hecha un gurruño, estrujada entre los dedos sudosos; y un arrebol de vergüenza se le clavó en los mofletes, infamándoselos. Pero al instante, al creer que la Lola y sus compañeros podrían tenerle por bisoño o por meapilas, le sobrevino un arranque de orgullo y quiso recitar su lista de conquistas amorosas.

—No te preocupes, rapaz, que ya sé de muy buena tinta que los de vuestro grupo sois todos muy bragaos —le animó la Lola, conciliadora—. Y vamos parriba, venga, que te voy a dar lo tuyo por haberle dao bien a esos faciosos de mala madre.

Y acto seguido lo tomó de la mano y se dirigió hacia una de las habitaciones que había en la planta alta, donde estaba aquel edén pagano en que rebullían las ladillas y las enfermedades venéreas.  La Lola tiraba del muchacho como si de un fardo se tratara; y Joaquín se dejaba llevar como en volandas, casi tropezando con los peldaños.

—Tú sigue así, chaval, que contra más les des a esos malparíos más porvos podrás endirgarle a la Lola—. Y las mollas del culo se le movían de un lado a otro del pasillo, con jolgorio de carnestolendas.

Pero aquella atropellada ascensión hasta la habitación se le hacía a Joaquín como si estuvieran saltando de una trinchera a otra —aunque él, estando por entre las checas, las trincheras las había tenido siempre muy lejos—; y aunque sin duda todo aquello le resultaba un tanto desagradable, también hallaba en ello una inesperada emoción, como una querencia natural que hasta entonces hubiese estado mitigada u oculta. En un repente, sin embargo, por algún extraño atavismo inexplicable para él —o por algún recuerdo de su niñez que ahora, pese a haberlo sepultado muy hondo, afloraba de nuevo a la superficie— se preguntó si no estaría a punto de cometer un pecado.

—¡Vamos, mozo! —le urgió la Lola—. Y al instante aquella sensación de acechanza o de bruma que desciende sobre uno desapareció de Joaquín.

Al llegar a la habitación —apenas un tabuco, en realidad, aunque un exceso de cortinas y de lámparas latonadas pretendía darle un aderezo de exótica sofisticación o hacerlo pasar por putiferio de postín—, la Lola se desnudó en un periquete y se sentó en la cama; y desde allí, como un Buda sedente —las mollas se le habían desparramado aún más, como un torrente que se torna avenida—, desabrochó los pantalones del muchacho, le bajó los calzoncillos y lo dejó en porreta plena. Luego se recostó en la cama y mostró a Joaquín un pubis abstruso, desdeñoso del desbroce y populoso de ladillas.

Corría por entre la tropa el cuento chusco de que el folleteo con la Lola era una suerte de exorcismo o de terapia de loquero, y que la mala uva que uno llevaba se te iba tras joder con ella. Pero a Joaquín le parecía que los demonios se convocaban en ese fornicio como las moscas en una boñiga. Así descuadernada, decúbito supino, la Lola se le antojó al muchacho como uno más de aquellos cadáveres que veía a todas horas. Y entonces sintió el muchacho una profunda repulsión.

Ansiaba de pronto salir de allí; echar a correr y marcharse a casa, donde su madre a buen seguro le esperaba; arrojar la boina al suelo, para que acumulase polvo; olvidar a sus camaradas, que seguirían con sus rutinas de escabechina y de jodienda, y no regresar jamás a la checa. Pero la Lola estaba allí, en almoneda, y él tenía un vale; y aquella repulsión le ofendía como una bofetada o un reproche de su padre; y desde la planta baja le llegaban, siquiera un tanto sofocados, los aúpas de los milicianos.

Y Joaquín ansiaba salir de allí, sí.

Pero cerró luego los ojos, como solía hacer cuando sus compañeros apiolaban a un facioso, y se arrojó sobre la Lola, en oblación por la República.