Las palabras de Joseph Ratzinger que encabezan esta crónica me han recordado a un lector de Hispanidad, Jaime Fomperosa, del que ya hemos publicado varios envíos, casi todos ellos centrados en un sólo asunto. De hecho, alguien podría concluir que el cántabro Fomperosa está obsesionado con la desacralización de la Eucaristía, que no sin razón don Jaime atribuye en buena parte a la comunión en la mano, esa excepción consentida convertida en regla impuesta e incluso en persecución de quien pretende comulgar en la boca y de rodillas... como siempre se hizo.
Pues resulta que Benedicto XVI también estaba obsesionado con la desacralización de la Eucaristía. Y si permiten que añada otro nombre menudo a la lista de los obsesos, añadan el mío.
"Lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa", asegura la proposición de moda. Pero yo creo que sí que lo sabemos: nos pasa, no sólo a la Iglesia sino a todo el mundo mundial, que hemos desacralizado la Eucaristía.
Cuando se vive la Eucaristía, el resto, incluido la lucha contra la pobreza, viene por añadidura
El mal del mundo no está en Ucrania, que también, ni en la pobreza en el mundo, que también, ni tan siquiera en los asesinatos en serie, por decenas de millares, que provoca la aceptación social del aborto, también en ambientes cristianos e incluso eclesiales. No, el mal del mundo reside en que no nos damos cuenta de que en cada Sagrario está el mismísimo Dios y giramos la cabeza ante la cantidad de profanaciones y sacrilegios que se cometen cada día. Por ejemplo, cada vez que un hombre comulga en pecado mortal. El resto es parafernalia, farfolla, cosa de mucha apariencia y poca entidad.
Benedicto XVI sí sabía lo que nos pasa: "La recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre es, ciertamente, el mayor dolor del Redentor". Y el dolor del Creador no solo debería ser el mayor dolor de la criatura, sino que es, de hecho, el mayor problema del mundo.
Por lo demás, no olviden que el hombre, por ser libre, es esclavo del protocolo: no puede amar lo que no respeta. Así que desconfíen de toda aquella obra, por muy católica que se diga, y de todo líder, por muy católico que se presente, que no adoren la Eucaristía. Sin duda, se trata de una estafa.
El hombre, por ser libre, es esclavo del protocolo: no puede amar lo que no respeta... y desconfíen de toda aquella obra católica donde falte la adoración a la Eucaristía
Por último, los católicos tenemos una fea costumbre, consistente en achacar a la jerarquía eclesiástica todos los males de la Iglesia, sin reparar en que el único mal de la Iglesia radica en todos y cada uno de sus miembros: obispos, clérigos y laicos y que los laicos somos mayoría, ergo alguna culpa tendremos en los males que nos asolan. Ahora bien, si en algo resulta crucial el papel de la jerarquía es en el respeto a la Sagrada Eucaristía. Aumentan los curas, pero aún son pocos, que colocan reclinatorios para comulgar. Yo animaría a más: que volviera la bandeja y hasta la palmatoria a la hora de recibir la comunión. Y si para cada cura que reparte la comunión se necesitan dos acólitos... como si se necesitan cuatro: estamos hablando del Rey de Reyes.
Porque, tanto antes como ahora, en el pan consagrado está Cristo... con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Además, tras la pandemia, las profanaciones a la Eucaristía se dispararon. Es el momento de recuperar los viejos hábitos, que indican respeto a la forma consagrada, porque esa forma consagrada sigue siendo, hoy como ayer, el mismo Cristo, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Insisto: si volvemos a valorar la Eucaristía... el renacimiento cristiano vendrá por añadidura. Ojo: en el respeto al Dios eucaristizado sí que el papel de la jerarquía eclesiástica puede resultar crucial. La Iglesia vive de Eucaristía, dijo San Juan Pablo II; la Eucaristía hace la Iglesia, asegura Francisco.
Pues eso: el camino está clarísimo, tan sólo hay que seguirlo.