Hace poco me contaron esta historia. Un cura estaba dando una charla en un colegio. Sabía dónde les aprieta el zapato a los adolescentes y sólo insistía en que hablaran con Dios, en que hicieran oración mental. Cuando se entra por esa vía, todo lo demás llega por añadidura. Así, cuando a la tercera vez les soltó aquello de “Dios me dijo”, un alumno, más inteligente que impertinente, le preguntó: 

-¿Por qué sabe usted que es Dios quien le habla?

Respuesta:

-Porque no me obliga a nada, ni tan siquiera a seguir rezando. Cuando hablo con Dios sé que, en cualquier momento, si me da la gana, puedo dejar de hacerlo. Y así con todo: Dios no me obliga a nada, ni tan siquiera a amarle.

Era una forma de explicar a una mente joven en qué consiste la libertad de los hijos de Dios, o ese Dios es amor, de San Juan Evangelista. La impronta de Cristo es la libertad que concede al hombre. 

Pero ojo, no conviene confundir la libertad con la verdad. Recuerden que tal maravilla sólo la ha alcanzado un tal José Luis Rodríguez Zapatero. Recuerden aquella sentencia lapidaria del gran pensador español: “La verdad no os hará libres, es la libertad la que os hará verdaderos”. Muchos sufrimos un ‘shock’ al escuchar aquella revelación del hombre sabio. Desde entonces, mi vida ha cambiado.

A lo que estamos Fernanda, que se nos va la tarde. La libertad nos permite abofetear a la verdad pero la verdad no muere. Recuerden la vieja proposición de primero de filosofía y de primer trimestre de primero de ética: eres libre para tirarte por el balcón pero no eres libre para evitar las consecuencias de tirarte por el balcón. Es cuando la libertad choca con la verdad.

Es la historia de la humanidad: el hombre es libre, Dios es verdadero. Mejor, es la verdad. Nuestra libertad conlleva juicio. A partir de ahí todo se explica. Y no vale escurrirse por la tangente. Recuerden: al que me negare delante de los hombres...