Que a Catar, un país que me cae poco simpático, no le agrade la homosexualidad es lógico. Los musulmanes no distinguen como hacen los cristianos, la esfera religiosa de la esfera política. Simplemente aplican el Corán a la política. Lo cual está mal... de la misma forma que el divorcio total en Occidente cristiano, entre religión y política, también está mal.
Dicho sea de paso, todos los códigos éticos, no sólo el cristiano y el musulmán, sino cualquier otra religión o moral, desde que el mundo es mundo, reprueban la homosexualidad. Otra cosa es que la doctrina cristiana, que se guía por la caridad (es decir, por el amor) distinga entre la reprobación de los actos homosexuales y la acogida al homosexual, siguiendo la fórmula habitual de odiar el pecado y amar al pecador.
El Islam no: por tanto, pide que, como organizador del Mundial de fútbol 2022, se respeten sus creencias y aquello no se convierta en una acto de propaganda gay.
Ahora bien, la bandera arco iris no es la bandera de los homosexuales sino la bandera del lobby gay. No está hecha para que se respete al homosexual sino para que se imponga, vía Boletín Oficial del Estado, con la fuerza coercitiva de la ley, lo que el lobby gay llama sus derechos: matrimonio homosexual, etc.
Es decir, que espero que Sergio Busquets, capitán de la selección española de fútbol no vista en Catar el brazalete arco iris, que tenga la suficiente valentía para enfrentarse a lo políticamente correcto. Claro que a lo mejor la FIFA le impone la bandera arcoiris en un país islámico, dentro de esa hipocresía global que reina en el mundo del fútbol: repruebo todo lo que hacéis los cataríes, ¡oh sí!, pero acepto vuestros petrodólares.
Porque los cataríes son malísimos pero su dinero es movilizable tanto en dólares como en euros, dos monedas del Occidente democrático, naturalmente.