En la actual sociedad, parece que avanzamos hacia un futuro mejor gracias a un mundo llamado progresista, en el que ya solo por este nombre se da a entender que las personas avanzamos, que solo miramos hacia delante, que el pasado está muerto, que aquello que nos vio nacer no se reconoce. Tan falaz es decir que cualquier tiempo fué mejor, que lo contrario, es decir, que el futuro será expléndido. El pasado es la piedra angular en que se sustenta el presente y nunca hubo un tiempo mejor que otro, sino el que se vive en cada momento aunque el momento no sea bueno.
La política en España se empeña en luchar por hacer desaparecer lo que fuimos. La sectaria ley de Memoria democrática, los giros homosexualistas para deconstruir la antropología humana, la ley de educación, la rotura de la unidad nacional… Una potente cosmovisión progresista impuesta verticalmente y propagada desde los medios de comunicación a sueldo pretende mostrar al mundo, y mostrarnos a nosotros mismos, que somos esa especie llamada humana que evoluciona sin parar, siempre hacia adelante sin saber hasta dónde, aunque al final haya un barranco. Sin embargo, tal evolución es mera evolución ideológica no biológica, porque la biología, es decir, las especies como tal, no evoluciona por voluntad sino que está condicionada siempre a la naturaleza, que la obliga a comportarse de manera diferente y, por lo tanto, a adaptarse a las situaciones externas que le obligan a cambiar.
La cultura de la libertad que pretenden proyectar desde sus postulados ideológicos realmente es una cultura de la muerte y esto, en sí mismo, es un fracaso porque la esperanza del ser humano siempre apuesta por la vida, no busca soluciones sin retorno, como el aborto o la eutanasia
Si hacemos un breve estudio, un análisis pormenorizado de todas estas políticas que se suponen progresistas, veremos que muchas de ellas realmente no son un avance sino todo lo contrario, un retroceso, y que nada tiene que ver con la mejora intelectual o la libertad de las personas, y mucho menos con el bien común. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a que la cultura de la libertad que pretenden proyectar desde sus postulados ideológicos realmente es una cultura de la muerte y esto, en sí mismo, es un fracaso porque la esperanza del ser humano siempre apuesta por la vida, no busca soluciones sin retorno, como el aborto o la eutanasia.
Pero no solo estamos hablando de una cultura de la muerte, también, incluso en el transcurso de lo político, vemos de manera muy eficaz que la frustración de los ciudadanos es creciente, que las generaciones adultas se incomodan y lo expresan de alguna forma pero que los más jóvenes se amoldan: ¡es lo que hay! Un lema cobarde y débil que define con claridad la madera con la que están hechos. Es el proyecto neoliberal que Alfonso Zurita Borbón describe en su libro Neoliberalismo reset (Sekotia, 2021), que muestra con dureza todas sus consecuencias, como por ejemplo las crisis cronificadas, las desigualdades en pleno auge o el desprecio por los que no sirven por edad o deficiencias. Nos han instalado en una sociedad lujosa sostenida a base de dinero, y aquello que no produce no vale, se tira.
Europa, Estados Unidos, Canadá, Iberoamérica, Australia, Nueva Zelanda, Japón... son sociedades opulentas -con algunas excepciónes en América-, poderosas, con un enriquecimiento constante hacia un mayor bienestar social regulado desde el Estado. Sin embargo, hemos perdido en libertad
Rechazan cualquier otro tipo de aporte social como el esfuerzo personal, la experiencia de los mayores o la excelencia en el trabajo, cuando solo con eso redundaría a medio y largo plazo en una sociedad mejor. La máxima de que “cuanto más Estado menos libertad” es una realidad que comprobamos día a día, y no solo en España, también en todo aquello a lo que llamamos Mundo Occidental: Europa, Estados Unidos, Canadá, Iberoamérica, Australia, Nueva Zelanda, Japón... son sociedades opulentas -con algunas excepciónes en América-, poderosas, con un enriquecimiento constante hacia un mayor bienestar social regulado desde el Estado. Sin embargo, hemos perdido en libertad porque hemos entregado nuestro destino a los gobiernos que dirigen a su antojo olvidando sus promesas electorales. La calidad de vida del ser humano se ha convertido en ser un productor de dinero, confiscado permanentemente a través de sus impuestos y otro tipo de recursos, con la amenaza latente de que es necesario si queremos educación y sanidad pública, y gratuita, claro... (todavía estamos en esas de que lo público es un regalo que nos hacen los políticos).
La materialidad que el dinero ha proporcionado a las ciudades modernas ha sustituido a los valores que antaño construyeron las sociedades. En esta línea, Sohrab Ahmari escribe de forma amable en su publicación El hilo que une. Cómo descubrir la sabiduría de la tradición en una época de caos (Rialp, 2022). Solo se tiene en cuenta lo que se tiene y no lo que se es, por eso la medida de cada individuo en el primer mundo está valorada por su capacidad productiva. Así, los seres humanos en sus sociedades son capaces de autorregularse en la medida que tienen capacidad para producir dinero. Posiblemente esta sea una de las razones por las que las personas enfermas, especialmente las deficientes, son apartadas y marginadas de la sociedad. Moreno Villares, en su libro Los niños diferentes (Digital Reasons, 2014) hace unas reflexiones más que interesantes sobre la llegada inesperada de un hijo de estas características y aborda el hecho que, desde hace décadas, están siendo eliminadas de la sociedad en un acto de eugenesia brutal a través del aborto, y ahora con un inhumano incremento legal con la nueva y aprobada ley de Irene Montero.
Solo se tiene en cuenta lo que se tiene y no lo que se es, por eso la medida de cada individuo en el primer mundo está valorada por su capacidad productiva. Posiblemente esta sea una de las razones por las que las personas enfermas, especialmente las deficientes, son apartadas y marginadas de la sociedad
El pragmatismo social del posmodernismo nos lleva a ver casi como una lógica humana aplastante que tener un hijo con una deficiencia o una imperfección física, no solamente es algo incómodo para nuestra propia vida, sino algo que daña a la sociedad, algo así como una especie de piedra en el camino que no permite que la rueda del carro del mundo siga hacia delante. Se ha sustituido el concepto de bien común, que repartía bondad y seguridad a todas esas personas que componían ese nicho social por el Estado como algo benefactor, y no lo es, porque solo mira desde arriba con la lupa del dinero, y lo pone donde reportará beneficios, ya sean recursos humanos o, de manera más torticera y partidista, en votos. La periodista y filósofa Teresa García Ruiz lo dice bien claro: «esto sucederá (se refiere a las personas enfermas atendidas) si pensamos desde el amor antes que en el dinero; si fuera al revés, sucederá que por dinero, unos quedarán excluidos del don de la vida desde antes de nacer, con leyes soportadas por instituciones con instalaciones dónde se practica el aborto; o tan protegidos por la Seguridad Social, que quedarán prácticamente exentos de la obligación de estudiar, trabajar, servir y crecer en una sociedad plural. Así, los otros -"los sanos"- permanecerán al margen de una buenísima parte de la realidad de la vida y poco o nada se puede prometer a una comunidad humana incompleta». Es la paradoja del igualitarismo, que el dinero no solo no proporciona igualdad, si no que agudiza las diferencias aun más.
Tradicionalmente, ha sido siempre la Iglesia y nunca el Estado la que se ha dedicado al trabajo del cuidado de las personas enfermas, ya sea tanto por discapacidad física como psíquica. Órdenes religiosas tan importantes como la de san Juan de Dios -entre otras muchas-, es un ejemplo verdadero que explica por sí mismo que solamente el amor y la misericordia que les caracteriza es lo que desde un principio propició el cuidado y atención de estas personas, con o sin recursos económicos. De hecho, hoy en día, este tipo de instituciones religiosas cristianas católicas siguen siendo tan importantes que el propio Estado prefiere subvencionar estos hospitales que hacerse cargo ellos mismos -como por ejemplo el psiquiátrico de San Juan de Dios de Ciempozuelos en Madrid-, porque saben que para ellos no tiene ningún sentido cuidar a personas que no producen, prefieren pagar para que otros lo hagan. Es más, la aritmética contable les lleva a razonar que sale más barato deshacerse de ellos que mantener una vida aparentemente estéril para la cadena productiva de nuestra sociedad.