Sonríe, ha muerto mi padre. Sí, ha muerto y porque la esperanza me lleva a saber que goza de la visión de Dios, solo puedo dar gracias a Dios. Sé que desde allí me cuida más. Puede que alguien piense que mi sensibilidad es fría o inexistente, pero lo cierto es que la tranquilidad que da ver que, quien se va lo hace tan serenamente, transmite mucha confianza y ante la irremediable pena, no sufres por la tristeza cuando albergas la visión de un Dios Padre que nos acoge, que nos espera en la puerta de la casa Eterna, y la Trinidad misma nos lleva a nuestra sala, cerca de Él.
Ante la irremediable pena, no sufres por la tristeza cuando albergas la visión de un Dios Padre que nos acoge
Por fortuna, es la primera vez que me enfrento al dolor de la separación eterna de un ser querido: mi padre. Pero lo que veo es que mi padre vuelve a la casa del Padre, del Padre de todos. Y no digo "va a la casa del Padre", si no "vuelve". Porque "ir" solo indica que no hubo una partida anterior, y eso no es así. Ver que alguien muere cerca de nosotros, nos debe hacer pensar que un hijo pródigo más se reencuentra con el Padre, y los que vemos que eso sucede, no debemos comportarnos como el hijo mayor, distantes, si no alegres de que así sea. Con esta partida se cierra el círculo de la vida.
Mi padre llevaba cuatro años deslizándose por la rampa de la demencia senil y el alzheimer. Atendido por sus hijos, mi madre y también ayuda doméstica, para lo que se han tenido que hacer malabares financieros. Hacía tres semanas que le ingresaron por una infección de orina, pero eso era el principio de un efecto dominó que terminó minando la poca salud que le quedaba. Durante esos días, sus hijos con posibilidades nunca le dejamos solo. Cuando falleció, después de dos días con apneas no demasiado violentas, se fue apagando poco a poco. Le rezamos un rosario y un sacerdote amigo le impuso la unción de enfermos antes de morir. Era una muerte anunciada. Mi madre y sus hijos estábamos allí, también algunos de los nietos. Dejó de respirar pacíficamente el día 14 de junio a las 22 horas. Al día siguiente, sábado, como tenía impuesto el escapulario del Carmen, entró de la mano de la Virgen, por la puerta grande. Por eso, de tristeza nada. La fe me empuja a verlo allí, grande, mirándome.
Entró de la mano de la Virgen, por la puerta grande. Por eso, de tristeza nada. La fe me empuja a verlo allí, grande, mirándome
Pero mi padre no me mira a mí solo, porque el legado de vida que deja mi padre es largo: siete hijos, sus veintidós nietos y diecisiete biznietos. Un legado de vida que dará mucha más vida. Un patriarca que bien puede decirse que cumplió con lo suyo, que hizo rendir los talentos, que no solo se dedicó a sacarles brillo metidos en el pañuelo. Tuvo tres pasiones en su vida y un amor. Las pasiones fueron el fútbol, la pesca de la trucha y su hijo Pedro, el más pequeño de todos que, como una especie de esquina doblada en la mitad de su vida, llegó en forma de premio, de esos premios que solo da Dios con los que tiene especial confianza. Llegó un síndrome de Down profundo, severo, que rompe con la imagen del Down fotográfico, sonriente, cariñoso. El hijo con el que compartirá tumba y eternidad, porque mi hermano es Gloria hecha carne, un alma que reza en silencio por todos los suyos, que nos abre camino hasta Él. Esa es su misión... ¡Y nosotros tantas veces por los cerros de Úbeda! Y un amor: mi madre, a la que conoció siendo una adolescente de trenzas largas. Que supieron madurar un noviazgo de nueve años y una vida que no fue cómoda, a veces llena de sinsabores, pero que a solo unas horas de morir, oyó cerca la voz de mi madre, que le hablaba, y él la sonrió. Fue su último gesto de consciencia antes de irse. ¡La muerte tiene tanto de vida!
Pedro, el hijo con el que compartirá tumba y eternidad, porque mi hermano es Gloria hecha carne
Cuando en el hospital le cogía de la mano y le decía cosas en voz baja, imaginaba esas otras tantas camas de hospital, donde las visitas contemplan solo un cuerpo humano. Aseguro que me dolía más toda esa gente que no conozco que mi propio padre. ¡Qué pena!, tantos que mueren en la carretera sin la oportunidad de ser mimados en el lecho de la muerte, sin la oportunidad de pedir perdón. Tantos que mueren solos, sin decir adiós a nadie, sin que nadie les coja de la mano. Sin que nadie rece por él o le ayuden a hacerlo. Tantas tumbas que se llenan solo de cuerpos. De cuerpos que se olvidan pronto porque ya nadie espera nada de ellos. No son más que un fruto más en el árbol genealógico, un nombre más apilado en el pasado. Acercarnos a la muerte de un ser querido, no de un ser conocido, nos da la oportunidad de mirar su rostro yerto y preguntarnos por él, por nosotros, por Dios. Pero comprendo que muchos no quieran hacerlo, porque son preguntas que comprometen y eso no se lleva, el compromiso. Una sociedad de la cultura de la muerte que no quiere ni oír hablar de la muerte. Sí, lo sé, una contradicción más de la sociedad posmoderna, como tantas otras.
¡Qué pena!, tantos que mueren en la carretera sin la oportunidad de ser mimados en el lecho de la muerte, sin la oportunidad de pedir perdón
Estamos en los siglos de la muerte, el XX y el XXI, con las guerras, las ideologías asesinas, por la ciencia aplicada salvajemente sobre las vidas no nacidas, los experimentos humanos en las vidas pobres sacrificadas para que vivan las vidas ricas, la muerte planificada porque horroriza la visión del dolor, la eutanasia, la indiferencia por el futuro y la reconciliación con Dios. Ciertamente es doloroso ver este mundo, al menos desde la experiencia de la muerte que lleva a la Vida.
Sí, mi padre ha muerto, sonríe, porque hay motivos para ello. La paz de mi padre ha llegado a toda mi familia y le vemos como el último acto de trascendencia que nos lleva a la Eternidad. Por eso te digo que sonrías, que mi padre ha muerto y está donde debe, en el Cielo, rodeado de amigos santos en una gran charla con el Padre.
Los siglos de la muerte, el XX y el XXI, con guerras, ideologías asesinas, ciencia aplicada salvajemente sobre las vidas no nacidas, experimentos humanos, eutanasia...
El amor, la muerte y el tiempo (El Buey Mudo) de Juan Jesús Priego. Dice Armando Zerolo: si hemos perdido el sentido de la vida es porque hemos perdido el sentido del mundo, y si hay esperanza es porque el hombre participa de una historia de redención. A partir de una serie de textos de los grandes autores de la literatura, el autor de la obra nos invita a realizar una profunda reflexión sobre la relación entre fe y cultura, entre el mundo y la trascendencia.
En la habitación de al lado (Sekotia) de Silvia Laforet. Se trata de una novela intensa y muy cercana a la muerte. Una mujer entrada ya en cierta edad, tiene que enfrentarse al cuidado de su madre, viuda, que lo hace de forma forzada porque sus recuerdos de la niñez no son felices. Solo el recuerdo de un hermano muerto con el que se comunicaba con golpecitos en la pared al otro lado de su habitación. La vida se desenvuelve deprisa para esta mujer y serán los hechos de la muerte los que le hagan cambiar algunos importantes puntos de vista sobre la concepción de la vida. Muy, muy recomendable.
La muerte y el más allá (Edibesa) de Daniel Ange. Esta obra habla del instante culminante de la propia vida y de todo lo que la precede, prepara y prefigura; de lo que la concierne: vejez, cuidados paliativos, aborto, suicidio, eutanasia, funerales, duelo y, sobre todo, el más allá de todo esto: el Infierno, el Purgatorio y el Cielo. ¿Qué sabemos de todo esto? ¿Cuál es su verdad? ¿Cómo afecta a la vida de cada día?
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