No suelo ser de “agarrarme” a las discusiones, aunque como todo, depende del tema y sobre todo del momento. Del instante interior, de ese río que transcurre tranquilo hasta que, a fuerza de arrastrar broza, rebosa. Y de ese dicho, que tienen los bares en un azulejo: “era un buen día hasta que alguien vino a trastocarlo”.
Eso fue lo que pasó una tarde de invierno. El agua, mi agua que iba mansa, comienza a encontrarse piedras. Intento vadearlas, evitar el enfrentamiento y guardo silencio. A ver si pasa. Sin embargo, el trillo vuelve a la era. Hablan de política con ligereza, de hechos que desconocen, que te rasgaron por dentro y pretenden defender lo insostenible.
El desafío frontal, en lo que era una agradable tertulia, está servido y las palabras caen despeñadas en torrentera hasta un cauce que se estrecha o se amplifica, según vaya la cosa.
Están defendiendo al gobierno, a los pactos que han hecho con los terroristas etarras, a los indultos y por ahí no paso. No paso por los atentados: tres mil quinientos. Por los ochocientos cincuenta y ocho asesinados, de los cuales veintidós eran niños, ni por cerca de tres mil heridos. No paso por las sangres indiscriminadas de militares, fuerzas de seguridad, políticas y civiles, por las explosiones, por el terror ni el miedo y me enfrento a su palabra como un gladiador que fuera a aplastar todo lo que pille a su encuentro.
No sabe de lo que habla, porque las personas que están “muy sectorizadas”, piensan que “por todo hay que pagar un precio”. No lo han sentido ni vivido como yo o quizá porque no los conocen, no les parezca tan trascendente. Yo cuando los precios son tan altos, no me valen, no me cotizan en bolsa y estos muertos, que no son míos, aunque los considere como tal, me duelen en el alma.
No sabe que el seis de febrero de mil novecientos noventa y dos, a las ocho y media de la mañana, en la Plaza de la Cruz Verde, junto a mi casa, cincuenta kilos de explosivos junto a un surtido de tornillos, pernos y clavos, detonado a remoto, destroza a cinco militares. Los restos hubo que recogerlos “con cucharilla” por la magnitud de la masacre.
No sabe que, durante minutos, no solté a mi hija de diez años del pelo, porque le estaba haciendo una coleta y era incapaz de soltarla; que deambulé por la casa de una habitación a otra, porque no sabía dónde o como protegerla; que las tuberías estaban reventadas, el agua salía a borbotones y que el suelo de toda la casa lucía alfombrado de cristales, porque todos los balcones habían reventado.
No sabe que mi otra hija, de catorce años, había salido de casa, hacía diez minutos camino del colegio. Que no existían los móviles, las líneas de teléfono estaban cortadas, las sirenas de las ambulancias aullaban como lobos y no había forma humana de saber de ella, no sabe…
No sabe de los gritos ni los sollozos en la calle de los transeúntes y vecinos, de la angustia de las familias, ni que el objetivo eran tres coches, aunque dos, cambiaron el itinerario a tiempo y subieron por la Cuesta de las Vistillas. No sabe…
No sabe que, por motivos profesionales, yo realizaba las esquelas desde hacía muchos años de todos estos héroes muertos y que hombres como castillos vestidos de uniforme, más de una vez, lloraron en mi hombro.
El tema de hoy, en la tertulia, eran “las discusiones” y este ha sido mi homenaje y mi reto. Si alguien tiene ganas de comentar algo al respecto, estoy a sus órdenes, aunque después de este pequeño resumen, no creo que se atrevan a hablarme ni a discutirlo.
De Tertulia literaria Académicos.