Si alguien habla de final de la Historia le tachan de chiflado, iluminado o, en cualquier caso, también los católicos, se le margina por loco. Curiosamente, en paralelo, resulta que todo el mundo, sobre todo los agnósticos están convencidos de que el mundo actual no aguanta. El ritmo alocado que combina tensión y tedio, no resulta... sostenible.
Por decirlo de otro modo: la mayoría social está convencida de que vivimos una etapa fin de ciclo porque esto no se sostiene ni un minuto más, pero no está dispuesta a otorgar a esa sospecha la impronta de categorías cristianas, por ejemplo, la figura del Anticristo.
Lo curioso es que este parece ser el pensamiento de los pontífices desde Pío XII, ya en la década de los cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Ellos sí parecían convencidos de que la era del Anticristo había llegado. Escuchen al Papa de la II Guerra Mundial, Pío XII: "La hora ha sonado para combatir la batalla más extensa, más amarga y más feroz que el mundo haya presenciado jamás... y habrá que luchar hasta el fin".
Juan Pablo II: "Ahora nos enfrentamos a la confrontación final entre la Iglesia y la anti-iglesia, entre el Evangelio y el anti-evangelio, entre Cristo y el Anticristo. A través de sus oraciones y de la mía es posible aliviar esta aflicción, pero ya no es posible evitar que suceda
Décadas después, el Papa que condujera a la Iglesia hacia el siglo XXI, San Juan Pablo II, concretaba más: "Ahora estamos frente a la mayor confrontación histórica que la humanidad haya experimentado alguna vez. Ahora nos enfrentamos a la confrontación final entre la Iglesia y la anti-iglesia, entre el Evangelio y el anti-evangelio, entre Cristo y el Anticristo. A través de sus oraciones y de la mía es posible aliviar esta aflicción, pero ya no es posible evitar que suceda".
La cosa empezó con la Revolución francesa. Quizás antes, con Descartes, aquel francés presuido -sí, quizás haya incurrido en una reiteración- que creyó que, como pensaba, existía, cuando lo cierto era que, gracias a la existencia que le había sido dada, podía pensar. Una existencia de la que no tenía mérito alguno porque le había sido dada. Nadie nos ha pedido permiso para nacer: somos nacidos. Pero en el siglo XVIII la diosa razón, melindrosa, voluble, cruel y bastante estúpida, entronizó al hombre como referencia suprema y suprimió los derechos de Dios, que son anteriores a los de la creatura. El marxismo, aunque parezca la antítesis de la revolución ilustrada (ilustrada, por lo menos, con una bombilla de 20 watios) no es sino la consecuencia lógica de los enciclopedistas: de Robespierre a Lenin no hay fronteras: derrocas a Dios y entronizas al hombre... y lo primero que se plantean los humanos es: ¿y por ese hombre y no yo?
Pero al plato le faltaba un hervor. En el siglo XX y dentro de la Iglesia -que es lo que determina el futuro del mundo, aunque muchos cátolicos no se enteren- nació el modernismo, la madre de todas las herejías contemporáneas, que ya fuera condenado en su origen por Pío X. Para entendernos, modernismo es modernez: el hombre prescinde de Dios y le sustituye como referencia. No en vano el modernismo, tanto filosófico como literario o artístico, se define a sí mismo como 'autorreferencial': el ser humano no admite otra referencia que él mismo. Naturalmente, como el pobre hombre no se entera de nada si no le es revelado por Dios, la sociedad entró en la confusión total, en la crisis política más profunda de su historia, que acabó en dos guerras mundiales.
El Anticristo no es una chifladura de iluminados: lo insensato es ignorarlo. Sobre todo ahora, cuando vivimos la recta final de la Era del Anticristo
Ahora bien: todo es susceptible de empeorar... y empeoró con la posguerra mundial, cuando ya se había olvidado aquella oportunísima condena de Pío X y comenzaba la Era del Anticristo, de la que, en 2024, afrontamos la recta final. Una era en dos etapas: el relativismo, que llega hasta el año 2000 y la Blasfemia contra el Espíritu Santo, la nota distintiva y definitoria del siglo XXI. Un relativismo, producto de la confusión del hombre, que como referencia no sirve de mucho. El relativismo impone que "nada es verdad ni nada es mentira, todo depende del color del cristal con que se mira". Es decir, una contradicción en origen porque el relativista no puede dudar de tan estúpido principio. Pero el relativismo tan sólo es el vestíbulo hacia la nueva etapa en la Era del Anticristo: la Blasfemia contra el Espíritu Santo, que puede expresarse así: ¿por qué condenar el aborto? Cada una que haga lo que quiera con su cuerpo y con el cuerpo de su hijo. Siglo XXI, blasfemia contra el Espíritu Santo: el aborto es un derecho, el sagrado derecho de una madre a asesinar a su propio hijo en sus propias entrañas. Así lo ha decretado, por mayoría democrática, el Europarlamento esta misma semana. Ahora bien, con la Blasfemia contra el Espíritu Santo, la verdad se convierte en mentira y la mentira en verdad. Ya no sólo se niega la ley natural: ahora se invierte. Ahora el aborro no es algo no condenable, ahora es mucho más, es un derecho fundamental de la persona: el derecho a matar al inocente.
Por eso, Pío XII en los años 50 y Juan Pablo II, en el cambio de milenio, no dudan en afirmar que estamos en la Gran Tirbulación que precede a la llegada del Anticristo, a quien mencionan sin el menor atisbo de pudor. El Anticristo, a su vez, predice el triunfo de Cristo. Y no se cortan al pregonarlo, ni don Pío ni don Juan Pablo. Con un añadido del Papa polaco, quizás el pensador más profundo de todo el siglo XX y el encargado de dirigir la Iglesia al XXI, tal y como predijo uno de sus mentores. el obispo polaco Stefan Wyszyński: ya no es posible evitar que esto suceda. En 2024, ya estamos en el baile y tenemos que bailar. Esconder la cabeza, al modo del avestruz, no parece una buena idea.
Por cierto, la obra cumbre de la Blasfemia contra el Espíritu Santo, según los místicos actuales -sí todavía quedan místicos- llegará cuando adoremos a la Bestia, presumiblemente con una liturgia eucarística surgida de la propia Iglesia, dedicada a Satán. Recuerden que la Blasfemia conta el Espíritu Santo, ese pecado que no se perdonará ni en este mundo ni en el venidero, fue enunciada y denunciada por Jesucristo cuando los fariseos le acusaron de expulsar a los demonios con el poder del Príncipe de los demonios. Es decir, estaban llamando demonio al mismísimo Dios: el mal se convierte en bien, el bien en mal; la verdad en mentira, la mentira en verdad; a la belleza se le deningra mientras nos recreamos en lo morboso... lo de ahorita mismo.
Así que el Anticristo no es una chifladura de iluminados: lo insensato es ignorarlo. Sobre todo ahora, cuando vivimos la recta final de la Era del Anticristo.