Coronavirus. Cuando la muerte se experimenta en carne propia o próxima
He hecho cuentas: durante la última semana se han muerto -no todos por coronavirus pero el bicho anda presente en todos los casos- siete personas de mi entorno. Muchas más son las que están engolfadas en el virus, en procesos de test, positivos, asintomáticos, ‘encuarentenados’ y demás parafernalia de la oligofrenia en la que hemos caido con el Covid o en la neurosis en que nos han metido.
Por no contar los que están en trance de morir y cuya historia, no puede ser de otro modo, narramos en directo ni de aquellos que mueren en soledad.
Si algo molesta al hombre adulto es una situación que no puede controlar, como el Covid. Y ahí tiene que responder. Pero ojo: un amor sin precio es un amor que sólo merece desprecio
Ahora bien, como decía un anciano en televisión, “de algo hay que morir”. La muerte forma parte de la vida. Otra cosa es que nos guste. Sólo los locos o los desesperados aman la muerte.
Pues bien, ante el Covid, recordar lo que dicen los místicos: necesitamos que nos duela el amor. Un amor sin precio es un amor que sólo merece desprecio. El amor es entrega, donación de uno mismo, y eso tiene que doler. Si no duele, es amor poco recio, lánguido, insípido.
San Josemaría, el fundador del Opus Dei, recordaba que la alegría es un árbol que tiene sus raíces en forma de cruz. Y así, el coronavirus ha venido a recordarnos que la muerte, en lugar de algo posible, se ha vuelto algo probable.
En esa tesitura, es cuando no se puede postergar la decisión porque la alternativa resulta ineludible. Consiste en elegir entre abandonarse en manos de Dios o la desesperación. Sí, hablo de confianza en Cristo, siguiendo la frase que abraza toda la historia moderna, la que redujera a cuatro palabras la mística por antonomasia del siglo XX, la polaca Santa Faustina Kowalska, esa misma que San Juan Pablo II rescatara del Índice de los Prohibidos y convirtiera en la clave de bóveda del cristianismo contemporáneo: Jesús en Vos confío. Otra mística, la madrileña Margarita de Llano suelta algo parecido: la mejor vacuna contra el virus es la Eucaristía. A la vista de los conflictos con AstraZeneca, Pfizer y compañía, a lo mejor tiene razón, no sólo espiritual, sino también médica.
Insisto, en tiempos de epidemias lo normal es que el hombre se vuelva hacia Dios, por lo antedicho: la muerte ya no es algo posible sino probable, y todos, absolutamente todos, estamos experimentando esa muerte en carne propia o en carne próxima, que puede ser aún más dolorosa.
La respuesta está en la entrega de la propia vida al único que puede controlar al virus
En este escenario sólo cabe el bien o el mal, o el abandono en manos de Dios o en la desesperación, ese dulce veneno que provoca la muerte en vida, que empieza en melancolía y acaba en depresión y en el nombre real de la depresión: desesperación. Hablamos de una patología, pero también del pecado más grave de todos: desconfiar de Cristo.
Por cierto, percibo, en mucha gente, más entre los ilustrados -sea lo que sea lo que eso signifique- un gran desquiciamiento. Si algo molesta al hombre adulto es una situación que no puede controlar. Pues bien, la respuesta está en la entrega de la propia vida. Y es un momento espléndido, formidable: externamente nuestra vida no tiene por qué cambiar pero ya saben, la belleza está en el interior. Sé que probablemente, justo por esa frase, Disney debería condenar su Aladino a mayores de 18 con reparos, porque este tipo de frases atentan contra algo, no sé contra quién, pero seguro que resultan machistas, homofóbicas, atentatorias contra la sostenibilidad y la diversidad, más analógicas que digitales, seguramente un delito de odio y -¡Cielo Santo!- Maldita.es, tras un profundo análisis de la situación, concluirá que se trata de un bulo feroz, los famosos bulos feroces.
Pero no por ello deja de ser cierto: la belleza está en el interior de cada uno. Y la posibilidad de hacer frente con alegría al desquiciamiento general provocado por el Covid, está en el interior del hombre, que es donde se encuentra a Cristo. Justo donde estoy seguro le encontró mi amigo Blas Camacho y con el que se enfrentó al virus.