Juan Carlos Izpisúa mezcla células de hombre y células de mono. ¿Para qué? Para jugar a ser dios
Juan Carlos Izpisúa, nuestro científico soberbio que no nuestro soberbio científico, continúa jugando a ser dios.
Recuerden que fue uno de los personajes que acudió, como mosca a la miel, cuando José María Aznar primero, y luego, con alharacas, José Luis Rodríguez Zapatero, decidió destinar los embriones humanos sobrantes de la maldita fecundación in vitro (FIV) a “la investigación”. Es decir, seres humanos utilizados como cobayas de laboratorio.
Ninguno de aquellos portentosos científicos consiguió otra cosa que gastarse el dinero público para nada, mientras se paralizaba la investigación con células madre adultas, que no matan a nadie y sí conseguían resultados.
Pues bien, ahora el equipo de Izpusúa, con el que colabora la Universidad Católica de Murcia (ICAM), nadie sabe por qué -por qué colabora o por qué se llama católica-, se ha ido a China, donde todo esto de las pegas morales les provoca mucha risa, y han mezclado células humanas con células de simio, o de macaco, o de cualquier otro simio de trasero peludo. Los llaman quimeras, porque encima esos científicos soberbios no aportan nada, lo que se dice nada, al bien común.
Quizás lo más grave es que esta barbarie-majadería se presenta como un hito científico. Y así, contemplo a prestigiosos periodistas, como Carlos Franganillo, de RTVE, hablar del avance de conocimiento que representa esta sublime chorrada. Y el propio Izpisúa se refiere a todos los órganos que puede crear para trasplantes y otras terapias. ¿Y para ello necesitas mezclar hombres con chimpancés? ¿En serio?
Lo mejor que podrían hacer los científicos ensoberbecidos es subirse a lo alto de su ego y precipitarse al vacío
Nada más soberbio que un científico soberbio. Es la ciencia empírica a la que tanto glorificamos, pero que está hecha por hombres. Con ello se hace realidad aquella anécdota de Luis Pasteur, cuando un compañero -científico, naturalmente- le enseñó el frontis de una academia en la que se podía leer: la ciencia no tiene ni fe ni patria. A lo que Pasteur respondió: en efecto, la ciencia no tiene ni fe ni patria, pero el científico sí.
Izpisúa no ha ‘fabricado’ 132 quimeras de Frankenstein, lo que ha fabricado es un monumento a su ego, enorme como el mar.
El mejor negocio que podía hacer es comprarse por lo que vale y venderse por lo que cree valer.
Por similares motivos, lo mejor que podrían hacer los científicos ensoberbecidos es subirse a lo alto de su ego y precipitarse al vacío. Ni el Covid ha logrado medrar el orgullo del hombre de ciencia, del nuevo superhombre.