Mientras la 'República' de Platón no tuvo ninguna posibilidad, para Aristóteles la felicidad era el "sumo bien".
Hablar, o escribir, sobre la “felicidad” es un tema recurrente, y, en este caso, no porque no tenga otras cosas sobre las que reflexionar, y compartir con el lector, sino porque, verdaderamente, es algo en lo que pienso en muchos momentos. Y creo que todos lo hacemos, en mayor o menor medida, porque todos aspiramos ser felices en nuestra vida. Lo digamos, o no, el “ser feliz” es nuestro objetivo. Nos preguntamos alguna vez, más de las que estamos dispuestos a reconocer, si somos felices, y si lo son las personas que nos rodean. Ocurre, sin embargo, que, en una sociedad, la nuestra, en la que al tiempo que se democratizan los bienes y servicios -lo cual está muy bien, ya que supone que cada vez llegan a más gente- vamos rebajando nuestro nivel de exigencia. Aceptamos, como una suerte de individual resignación, la adaptación hacia el concepto menos ambicioso de “encontrarnos bien”.
La utopía no soporta la disidencia.
Confundimos, intencionadamente, “estar bien”, “bienestar” y “felicidad”. Y no es eso. El “bienestar” es un concepto menos hondo, más pragmático, subjetivo. Simplemente disfrutamos de un buen estado físico y material, no nos duele nada y contamos con los elementales recursos necesarios para el día a día de la vida de cada uno. Sin embargo, “la felicidad” es mucho más, es un “estado de ánimo” del que te complaces por la posesión de unos bienes, por la consecución de unas ilusiones, sean las que sean, y satisfagan, o no, tus necesidades. Dicho de otro modo, se puede “ser feliz” con poco, mientras que “estar bien”, el “bienestar”, exige los bienes que se consideran necesarios para cubrir lo que crees son tus necesidades. Es un tema ciertamente complejo, que requiere muchas matizaciones. El Bienestar, hemos de convenir, puede llegar a ser considerado como algo que escapa de nuestra propia autonomía, al tener un alcance que, con seguridad, no dependa de nosotros y sí de la sociedad en la que vivamos y que nos facilite todos aquellos bienes precisos para gozar del confort que se traduce en ese estatus deseado. Sin embargo, la “felicidad” es un bien personal. Es, sin duda alguna, en palabras de Aristóteles, el “sumo bien”. La necesaria justificación del tránsito del ser humano por la vida.
Confundimos, intencionadamente, “estar bien”, “bienestar” y “felicidad”. Y no es eso.
En una sociedad tan materialista como la nuestra es normal, lo anormal sería lo contrario, que se hable más de “bienestar” que de “felicidad”. Me dirán que es lógico que sea así, porque el “bienestar”, al depender, sustancialmente, de los bienes materiales de que se dispone, es un estado socialmente alcanzable y medible -existen encuestas y estudios sobre el “grado” de bienestar- mientras que la “felicidad”, al ser personal, al pertenecer a la órbita de lo íntimo e individual, no es colectivamente medible es, socialmente, un concepto plural inalcanzable. Y, efectivamente, es así. No hay “sociedades felices”, luego profundizaremos en esto, pero sí personas “felices”. Hay momentos en la vida en los que uno puede ser feliz. Ocurre, sin embargo, que, en esas circunstancias, el propio estado de ánimo en el que nos encontramos puede hacernos no valorar, en su justa medida, el reconocimiento del privilegio de gozar de determinada felicidad. Sólo luego, al desaparecer ese estado de ánimo, cuando de alguna manera lo efímero del momento ha transcurrido y simplemente “estas bien”, es entonces cuando, por añoranza, reconocemos haber sido felices. La “felicidad” es un grado superior al “bienestar”, es un “estado de ánimo”, depende del alma, pero es posible y vale la pena buscarla. Toda persona tiene derecho a intentar ser feliz, y al llegar a serlo ambicionar compartirlo.
La “felicidad” es un grado superior al “bienestar”, es un “estado de ánimo”, depende del alma, pero es posible y vale la pena buscarla.
Decía que no hay “sociedades felices”. A lo largo de la historia de la humanidad son continuos los intentos de lograr la sociedad feliz, el “mundo feliz”, lo que se ha llamado la “utopía”. Sin embargo, la “utopía” -que, para unos, los más realistas, significa “el lugar que no existe”, y para otros, los más utópicos, valga la redundancia, significa “el lugar del bien y la felicidad”- siempre ha acabado mal. El primer “mundo feliz”, la primera “utopía”, de la que tenemos constancia, el “Paraíso terrenal” -que, por cierto, y en cruel paradoja, estaba situado, según la leyenda, entre los ríos Tigris y Éufrates, es decir, en el actual Irak- lugar donde, cuentan las Escrituras, Dios, tras crearlos en otro lugar, situó a nuestros primeros padres para que fueran felices, ya sabemos cómo acabó: con Dios ofendido y todo el mundo fuera. Desde entonces, todos los intentos posteriores, copias, declaradas o no, de aquello, o fueron fallidos o acabaron peor. Ni la “Republica” de Platón, 300 años antes de Cristo, ni la “Utopía” de Tomas Moro, escrita en el siglo XVI, tuvieron ninguna posibilidad.
Los “mundos felices” exigen uniformidad, disciplina, obediencia, reglas, normas, dirigismo, no disidencia… todo lo contrario que se necesita para ser feliz, al tiempo que suprimen lo que es imprescindible para alcanzarlo, que no es otra cosa que “la libertad” en sí misma.
Eran reflexiones tan voluntaristas como deseadas. Otras “utopías” solo fueron elucubraciones de mentes más o menos imaginativas, y las que ya en el Siglo XX consiguieron ser reales -que yo sepa, la “sociedad libre” de los anarquistas libertarios españoles, en algunos lugares de Andalucía y Aragón; y las trágicas, por su duración y crueldad, “sociedad corporativa” del estado perfecto fascista, y la “sociedad socialista” de los comunistas-, todas ellas acabaron violentamente y, en lugar de felicidad, solo aportaron dolor y muerte. Y es que los “mundos felices”, las “sociedades utópicas”, todas, para serlo, exigen uniformidad, disciplina, obediencia, reglas, normas, dirigismo, no disidencia… es decir, todo lo contrario que se necesita para ser feliz, al tiempo que suprimen lo que es imprescindible para alcanzarlo, que no es otra cosa que “la libertad” en sí misma.
La conclusión, para mí, es clara: los “paraísos”, los “mundos felices”, las “utopías”, no existen más que en la imaginación, a veces enfermiza, pero nunca rechazable, de algunos visionarios. Sin embargo, el “pensamiento utópico”, entendido como la capacidad de análisis y crítica de las debilidades y carencias de la sociedad, con el fin de encontrar y proponer soluciones para su transformación que posibiliten avanzar hacia un mundo mejor, ese pensamiento utópico, sí es absolutamente necesario. Siempre que sirva para proyectar deseos que puedan cumplirse, es necesario, no sólo para mejorar la sociedad, sino también para que cada uno podamos ser felices. Porque ocurre que cuando conseguimos mejorar o solucionar alguno de esos pequeños, o grandes, problemas, bien sean personales o colectivos, con los que nos encontramos en nuestra vida diaria, o cuando conseguimos algo que soñábamos tener, entonces respiramos hondo y sentimos una sensación agradable, envolvente, que ansiamos perdure. Simplemente sentimos la “felicidad”.
Que sean felices.