Hoy se celebra la Virgen de Guadalupe, patrona de la Hispanidad. En el Magnificat, esa maravilla que provoca adicción, puede leerse lo siguiente: Toda la historia de Juan Diego y de las apariciones de la Virgen están fundadas en una constante y sólida tradición.

Pues no estoy de acuerdo. Como bien sabe quien haya leído el libro del asesor editorial de Hispanidad, Francisco Anson, la tilma del indio Juan Diego es un milagro, no para el siglo XVI, sino para el siglo XXI, porque aún hoy resulta inexplicable y demostrable.

Es inexplicable que un lienzo de tela basta, besuqueada durante 475 años mantenga la imagen de la Virgen de Guadalupe. Y aún lo es más, que en las pupilas de la imagen, un espacio diminuto, aparezcan cuatro escenas, sí cuatro, donde se reproduce, con más de una docena de personajes, la historia que contó el indio Juan Diego. Nadie hubiera podido pintar esos nanocuadros y nadie hubiera podido mantener la tela en perfecto estado de revista durante tan dilatado periodo.

De esta forma, cuando se descubrieron dichas imágenes, se pudo demostrar, en el siglo XX, acontecimientos del siglo XVI, que cientos de ilustrados negaron durante 400 años. Y ahora, cuando las lentes ópticas de largo alcance les ponen la evidencia ante sus ojos simplemente dejan de hablar de ello.

No opongamos fe a razón ni ciencia a tradición oral, porque los milagros, al menos algunos de ellos, claro que se pueden probar y demostrar. No son más ciertos que aquellos extraordinarios que se pueden mostrar pero no demostrar, pero algunos, también se pueden demostrar. Lo que ocurre es que no hay nadie más dogmático que el agnóstico, y antes de que se lo demuestren, y toda su incongruencia caiga hecha pedazos, se da a la fuga. De otra forma, ¿por qué no se habla más de los experimentos, científicos, de la tilma de Juan Diego? El agnóstico es tan dogmático que si siente que su edificio de duda perpetua se tambalea, no sólo negará las pruebas, sino hasta la evidencia.

Tampoco existe la pugna entre ciencia y tradición. Es más, la historia acredita que la ciencia suele dar la razón a la tradición oral. No necesitábamos su aquiescencia, dado que la ciencia puede ser exacta, pero el científico no lo es. Y lo que es peor, el científico no sólo carece de rigor, sino que suele carecer de ecuanimidad como el resto de seres humanos. Por el contrario, no es el hombre quien hace la tradición oral, sino la humanidad. De la misma forma que un coro de 10 personas puede haber uno que desafine, en un estadio de 100.000 canta con una sola y eufónica voz, así la humanidad narrante acierta mientras el individuo demostrante suele errar. Yo no necesitaba al óptico embelesado en los cuadros reflejado en las pupilas de la Virgen de Guadalupe: me bastaba la tradición del indio Juan Diego.  

Y obsérvese que he hablado de la tradición. Lo cierto es que el conocimiento que produce la confianza en el otro, es decir, de la fe, es lo más lejos que el hombre puede llegar en su irrefrenable hambre de certeza. Mientras, el que lo desee, puede seguir buscando demostraciones: ni la encontrará para su existencia ni podrá agotar una millonésima parte de las que le sugiere su curiosidad.

Eulogio López