Sr. Director:

El hablar de los mansos, mujeres y hombres, es como un reguero que hace germinar los campos, sin apenas ser notado; ­es un manantial que recoge las aguas de los infinitos regatos del deshielo, y las transporta hasta la meseta, por el acueducto de los corazones, para calmar la sed de los hombres.

La voz de los mansos -de los bienaventurados mansos-, es voz del silencio y silenciosa, un musitar apagado, que sólo llega a quien está muy cerca del vivir dentro del corazón y en el espíritu. Y al hablar de los mansos, me quedo con la palabra clásica de los "bienaventurados". Llamarles dichosos -así han traducido algunos textos- me da la impresión de introducir una cierta banalidad en la virtud de la mansedumbre, virtud reservada sólo a los fuertes, a los muy fuertes, que han combatido ya un sin fin de batallas en el difícil arte de vivir; y de la que el mismo Jesucristo se quiso presentar como modelo.

El título de "bienaventurados" anuncia un poseer en ciernes, y ya de manera permanente, la felicidad, sin mezcla de mal alguno, que germinará sus hondas raíces en la vida eterna.

En la ciudad se escuchan mil voceríos: los gritos de quienes inundan la calle de la propia basura recién utilizada; de quienes protestan y de los que ahogan sus triunfos en algarabías; de quienes se pierden en estertores para imponer su "mensaje" a los débiles; de quienes blasfeman sin saber lo que dicen; de todos aquellos que quizá no alcanzarán nunca la inigualable riqueza de gozar en silencio, del silencio de los hombres, del silencio de la naturaleza, del silencio de Dios.

Frente a este rumor, la voz de los mansos es el estuche de la libertad en quietud, avasallada, no diezmada; abusada y manipulada, nunca violada y siempre  cercana a la justicia. Y su voz no es "la voz de los sin voz"; porque el hablar no es pura propaga, publicidad. La vida de los hombres no se agota en una cuestión de anuncio, de imagen exterior, de mercado.