Sr. Director:

Constituyendo la legítima defensa una respuesta proporcionada ante una agresión ilegítima y no provocada, dos episodios aún recientes cuestionarían su vigencia: el nuevo documento vaticano «Dignitas infinita», y una sentencia que condenó a más de seis años de prisión por homicidio, a un octogenario que mató a un supuesto ladrón que encontró escondido en su casa. 

El documento vaticano (muy acertado en general respecto a otros asuntos) porque, pese a «reafirmar el derecho inalienable a la legítima defensa», resulta ambiguo cuando condena la guerra de modo tajante y sin excepción, en tanto que ello implicaría rechazar también la denominada guerra justa, admitida desde siempre por la Iglesia como legítima defensa de una nación frente a la agresión injusta de otra. Y la condena del anciano, porque en su veredicto el jurado consideró que no fue proporcional su reacción contra el sujeto que se encontró agazapado de madrugada en su casa, pero que solo estaría allí para robarle herramientas, pese a contar con numerosos antecedentes penales. 

En un mundo ideal donde reinase el buen rollito y quienes se introdujeran ocultamente en los hogares ajenos sólo buscasen depositar anónimos regalos de feliz vecindad, si un anciano disparase a un intruso escondido en su casa sería algo terrible. Y lo mismo cabría decir respecto de las naciones que respondiesen violentamente a una invasión de cariñosos ejércitos que repartiesen besos y flores. Pero en el mundo actual, lo auténticamente terrible es confundir buenistas deseos con la dura realidad, equiparando a las víctimas con sus verdugos e ignorando los pedagógicos efectos preventivos que tienen las contundentes respuestas defensivas de aquéllas.