Sr. Director:

Quizás la mayor suerte que disfrutamos aquellos a los que nos tocó la lotería de haber nacido en las privilegiadas zonas del planeta más desarrolladas científica, cultural, técnica y económicamente, sea la de gozar de los grandes avances de la medicina y de unas atenciones y cuidados sanitarios que, además de evitar y menguar padecimientos y enfermedades, nos alargan la vida hasta extremos incluso indeseables. Pero sin salirnos de esta selecta zona, si ampliamos nuestra visión más allá de lo que vemos, comprobaremos que también se ha convertido en la mayor amenaza para la vida de los seres humanos más inocentes e indefensos: los concebidos no nacidos.

Una sorprendente y cruel paradoja que sólo se explica por nuestra progresiva pérdida de valores trascendentes, pues el progreso en lo material no conlleva necesariamente progreso en lo moral, sino, demasiadas veces, todo lo contrario. Por eso, lo mismo alardeamos del gran avance médico que supone intervenir quirúrgicamente a un feto de pocos meses en el seno materno para salvar su vida, que reivindicar como una conquista progresista causarle la muerte en ese mismo seno, hasta apenas horas previas al parto. Una indigesta rueda de molino que sólo cabe tragar si nos engañamos equiparando ese terrible acto de muerte, con el ejercicio de un derecho a la salud (?) sexual (?) y reproductiva (?), que es algo que suena muy bien y sirve para tranquilizar nuestra conciencia con sosegador cinismo.