Las salesas de Madrid: unas monjas santas asesinadas cobardemente por los milicianos que fueron beatificadas por San Juan Pablo II el 10 de mayo de 1988
Checas, paseos, Paracuellos, noviembre de 1936… nombres todos ellos que hacen referencia a los miles de asesinatos que cometieron los socialistas, los comunistas y los anarquistas, alentados por los masones, durante la Guerra Civil. Y en ese mes de noviembre sufrieron martirio las siete monjas salesas del convento de la calle Santa Engracia de Madrid, concretamente los días 20 y 23, porque si bien las siete religiosas fueron juntas al martirio y las siete fueron asesinadas, una de ellas murió por separado tres días después. Contaré cómo paso.
Esta monja salesa que consuma su martirio tres días después que sus hermanas, se llamaba en religión, María Cecilia Cendoya Araquistaín, en el siglo Felícitas (párrafos abajo presentamos dos fotografías de ella, una vestida de monja y otra de seglar). Era la más joven de las siete mártires, pues había nacido el 10 de enero de 1910 en el caserío Oranda Aundi en Azpeitia (Guipúzcoa). Hablaba el español con dificultad. De familia muy humilde, en 1924, con catorce años, comenzó a trabajar como obrera en una fábrica de tejidos. Era muy piadosa, todos los días iba a misa y comulgaba, y cuando visitaba al Santísimo y veía que estaba apagada la lámpara le entraba mucha pena, porque creía firmemente que Jesucristo estaba presente en el sagrario. El 9 de octubre de 1930 ingresó en el convento de las salesas de la madrileña calle de San Engracia. Era novicia, por tanto, cuando se produjo la quema de conventos de Madrid el 11 de mayo de 1931, por lo que al verla asustada su maestra de novicias le indicó que, como todavía no había profesado, podía regresar a su casa y volver al convento cuando se hiciera la calma, a lo que contestó con fonética y sintaxis vascas:
- ¡No, no, hermana mía, antes cortar “cabesa”!
Las siete monjas salesas del convento de la calle Santa Engracia de Madrid fueron beatificdas por San Juan Pablo II el 10 de mayo de 1988
La semana pasada se ha estrenado un documental titulado La séptima corona. Mártires de la Visitación, en el que se cuenta, y se cuenta muy bien, lo que sucedió. Se trata del trabajo realizado por unas chicas en un curso de medios de comunicación durante un campamento del verano pasado, organizado por el Hogar de la Madre. ¡La grabación se hizo en una semana! Yo lo he visto dos veces y no doy crédito, porque la calidad es extraordinaria. Se respeta fielmente la historia y se cuenta tan bien que tengo que darle la razón a una de las personas que interviene en este corto, cuando hace años y por otro trabajo parecido, muy bien hecho a pesar de los pocos medios y de que las personas no eran profesionales del cine, le pregunté cuál era la formula, a lo que me respondió: “Dios no elige a los capacitados, sino que capacita a los elegidos”. ¡Olé, olé y olé! Les animo a ver este corto porque merece la pena.
La séptima corona. Mártires de la Visitación
Las salesas o visitandinas se establecieron en España el 14 de octubre de 1748, con el apoyo del rey Fernando VI (1746-1759) y de su esposa Bárbara de Braganza (1711-1758). Gracias a su patrocinio, la comunidad se instaló en 1757 en el convento de las Salesas Reales de Madrid, que actualmente es la sede del Tribunal Supremo. Pero el sectarismo antirreligioso del Gobierno presidido por el general Prim (1814-1870), el 27 de octubre de 1870, expulsó a las 50 monjas que componían la comunidad y se apropió del convento de las salesas. La superiora, la madre María Carlota Modet, al abandonar el convento, tuvo la fortaleza en el umbral de la puerta de dirigirse a quienes venían a incautarse del edificio en estos términos:
-Señores, protestamos de nuevo de que salimos por la fuerza; que la casa nos pertenece, y que nadie tiene derecho alguno sobre ella.
Durante trece años las salesas se alojaron en distintos conventos, hasta que llegaron en 1883 al monasterio de la calle Santa Engracia. Eso fue posible por la generosidad de María Rosario Wall (1817-1894), viuda de Vicente Fernández de Córdoba (1807-1870), que adquirió el solar y encargó a un prestigioso arquitecto, el marqués de Cubas (1827-1899), la construcción del convento. Esta bienhechora ingresó en las salesas en el mismo monasterio que ella había costeado. De su generosidad también se beneficiaron las escolapias, pues en 1871 les donó su casa-palacio de Carabanchel, que se convirtió en un colegio, que al día de hoy sigue funcionando.
Monasterio de las salesas de la calle Santa Engracia de Madrid
La vida santa de las salesas animó a muchas chicas a ingresar en la Orden, de modo que en 1930 la comunidad de Santa Engracia la componían 83 monjas, y a estas hay que sumar las que partieron para las fundaciones de Barcelona, Vitoria, Burgos, Bogotá, Colombia, Méjico y el tercer monasterio de Madrid, fundado en 1907, que se encuentra en la actual avenida de San Francisco de Sales, calle que ha tomado su denominación del fundador de las visitandinas. Este monasterio en la actualidad no lo habitan las salesas.
Frente a la idílica y falsa imagen de la Segunda República española, como un remanso de tolerancia y democracia, se impone la realidad del sectarismo antirreligioso generado por los socialistas, los comunistas y los masones. Por este motivo, los días siguientes a la proclamación de la Segunda República, el 14 de abril de 1931, y antes de la quema de los conventos del 11 de mayo, las salesas españolas recibieron cartas de las comunidades de su Orden de Bruselas y de Francia ofreciéndose a acogerlas; algunas visitandinas de Madrid viajaron hasta los conventos de estas localidades para comprobar si reunían las condiciones para acoger a tan numeroso grupo de salesas de Madrid.
Los temores no eran infundados, tras la quema de conventos del 11 de mayo de 1931, las salesas se vieron obligadas a abandonar su convento y a dispersarse por diversas casas de amigos y familiares vestidas de seglares, con las ropas que a toda prisa pudieron conseguir. “El arduo problema de las cabezas -escribió la cronista de la comunidad- quedó resuelto con unos sombreros de moda, que se encajaban hasta los ojos, y de los cuales nos habían provisto varias almas piadosas”.
Los días siguientes a la proclamación de la Segunda República, el 14 de abril de 1931, y antes de la quema de los conventos del 11 de mayo, las salesas españolas recibieron cartas de las comunidades de su Orden de Bruselas y de Francia
Al no reunir condiciones los conventos del extranjero que se habían ofrecido a acogerlas, se encontró la solución de trasladarse a una casa que les cedieron en Oronoz (Navarra), donde se instalaron en 1931. Las monjas fueron saliendo por grupos hacía el primer destierro de Oronoz, que se completó el 24 de junio de 1931 con la llegada a esta localidad navarra del último grupo. Solo se quedaron en Madrid ocho religiosas para cuidar del convento de Santa Engracia; en marzo de 1932 regresaron a Madrid. Años después, tras hacerse con el poder el Frente Popular, mediante el pucherazo electoral de febrero de 1936, la convivencia en España se deterioró de tal manera que las salesas emprendieron el segundo destierro a Oronoz; en esta ocasión solo se quedaron en Madrid siete religiosas para guardar el convento de la calle Santa Engracia.
Por precaución, que los acontecimientos posteriores al estallido de la Guerra Civil justificaron, se había alquilado una vivienda en un semisótano del número 4 de la madrileña calle González Longoria. Y allí acabaron refugiándose las siete salesas que se habían quedado en Madrid. Durante su reclusión contaron con el apoyo del portero de la finca, Manuel de la Fuente Sánchez, que después de la guerra, declaró lo sucedido:
“Que es portero de la casa número 4 de la calle Manuel Longoria, donde en uno de sus pisos, bajo derecha, se refugiaron en junio del año 1936 religiosas en número de siete, las cuales sufrieron numerosos registros a partir del 18 de julio del año 36. Que el 18 de noviembre del mismo año irrumpieron en la mencionada casa un grupo de unos nueve militantes de la FAI, con propósito de detenerlas, como entonces llevaron a cabo a pesar de que una de ellas, novicia la sazón, se encontraba en cama muy gravemente enferma y otras más eran de avanzada edad, montándolas en el automóvil que traían al efecto, llevándoselas, enterándose el declarante a los cuatro días aproximadamente de que seis de ellas habían sido asesinadas en la calle López de Hoyos, habiendo reconocido personalmente el declarante los seis cadáveres en fotografías, que a los dos días del asesinato los milicianos que las detuvieron volvieron nuevamente al piso de la religiosas saqueándolo”.
Seis de ellas habían sido asesinadas en la calle López de Hoyos, habiendo reconocido personalmente el declarante los seis cadáveres en fotografías, que a los dos días del asesinato los milicianos que las detuvieron volvieron nuevamente al piso de la religiosas saqueándolo
Tras la huida de los asesinos, los cadáveres de las seis salesas quedaron abandonados en la calle, y fueron recogidos y fotografiados posteriormente. Hechos como este se repitieron en Madrid y en un libro de imprescindible lectura como es Paloma en Madrid. Memorias de una española. De julio de 1936 a julio de 1937, están descritos con estas palabras:
“En la vida olvidaré aquello... En una hondonada entre aquellos solares había regado por el suelo unos catorce cadáveres. Enseguida comprendí que eran monjitas, algunas tenían restos de hábitos. Me quedé suspensa mirando; algunas estaban casi desnudas, otras estaban caídas en montón, una estaba de espaldas y tenía las manos juntas como rezando. ¡Dios mío, qué horror! El suelo estaba regado de manchas oscuras y de pedazos de trapos, y las caras hinchadas y negruzcas daban miedo.
En aquel cuadro de espanto se movían, de un lado para otro, tres mujeres, dos chicos y un perro; les estaban quitando a los cadáveres lo que podían aprovechar, los zapatos, las medias, los vestidos..., un chico llamaba a otro para que le ayudase a desenredar un rosario del que tiraba..., una mujer había apoyado un cadáver contra ella y se afanada en desatar o desabrochar algo... Daba asco y espanto ver aquello, en pleno sol, bajo un cielo hermosísimo”.
Portada del libro en el que se cuentan las vivencias de una mujer de nombre Paloma, durante el primer año de la Guerra Civil española
Pero faltaba saber el final de la séptima salesa, la guipuzcoana María Cecilia Cendoya, la novicia que prefería que le cortaran la “cabesa” antes que abandonar su monasterio. Su rastro se recuperó cuando llegó a la checa Imperial. Algunas comisarías de policía de las doce que había en Madrid se convirtieron en checas, como fue el caso de la del distrito de Buenavista, situada en el número 24 de la calle Hermosilla. Socialistas fueron los que hicieron de esta comisaria una de las checas más terroríficas de Madrid. Al frente de ella estaba Luis Omaña Díaz, que pertenecía a la Agrupación Socialista Madrileña. Y socialistas eran también sus más estrechos colaboradores Manuel Aguirre Cepeda y Luis Valentí. La checa de Buenavista era conocida también por el nombre de “checa Imperial” por el segundo apellido de un cómico, Santiago García Imperial, al que el socialista Luis Omaña Díaz le dio carta blanca para cometer toda clase de crímenes. Este criminal era el número dos de la checa. Y este siniestro personaje, Santiago García Imperial, hizo tristemente famosa a esta checha, porque él mismo se jactaba de abusar de las mujeres que hacían cola para ver a los familiares que allí estaban presos.
Y cuando los milicianos llevaron a la hermana María Cecilia a la checa Imperial compartió celda con otras presas, entre las que se encontraba María Teresa Álvarez-Osorio, a la que contó lo sucedido y esta a su vez se lo trasmitió a la superiora de las salesas poco después de concluir la guerra.
Algunas comisarías de policía de las doce que había en Madrid se convirtieron en checas, como fue el caso de la del distrito de Buenavista, situada en el número 24 de la calle Hermosilla. Socialistas fueron los que hicieron de esta comisaria una de las checas más terroríficas de Madrid
Sucedió que cuando sacaron a las siete salesas del convento y las llevaron hasta la esquina de López de Hoyos con la calle Velázquez, les hicieron bajar para fusilarlas y al formar frente al pelotón todas, después de abrazarse, se dieron la mano. La hermana María Cecilia se cogió de la mano de la hermana Gabriela y cuando vio caer muertas a las primeras se soltó de la mano y echó a correr entre la oscuridad de la noche, sin saber a dónde iba, pues desconocía totalmente las calles de Madrid. Corriendo sin rumbo, se topó con unos milicianos a los que no ocultó que era monja y la llevaron a la checa Imperial, donde estaba María Teresa Álvarez-Osorio. A ella le dijo que nunca había ocultado su condición de “monjita” y que sentía una pena inmensa por no haber sido mártir y no poder estar con sus hermanas en el cielo. Y contó María Teresa Álvarez-Osorio, que poco después de llegar la hermana María Cecilia a la checa, les llamaron por su nombre a todas las que estaban presas, menos a la monja. Y al salir todas, pensando la hermana María Cecilia que las iban a matar, pidió a los carceleros que la llevaran a ella también para morir mártir. Pero no mataron a las compañeras de celda de la séptima salesa, sino que las dejaron libres y por eso María Teresa Álvarez-Osorio pudo dar toda esta información pocos meses después de acabar la Guerra Civil. La hermana María Cecilia se quedó sola en la checa y, en esta situación, se vuelve a perder su rastro.
Corriendo sin rumbo, se topó con unos milicianos a los que no ocultó que era monja y la llevaron a la checa Imperial, donde estaba María Teresa Álvarez-Osorio. A ella le dijo que nunca había ocultado su condición de “monjita” y que sentía una pena inmensa por no haber sido mártir
Pero casi dos años después de acabar la guerra, en enero de 1941, una mujer, llamada Araceli Sánchez Peláez, providencialmente, acudió al monasterio de las salesas para presentar a las monjas a su sobrina Amalia, que quería ingresar en el convento. Durante la conversación en el locutorio, Araceli se fijó en la cruz que llevaban en el pecho las salesas que la atendían, a las que preguntó si todas las salesas llevaban la misma cruz. Y tras responder afirmativamente, Araceli les contó que ella había visto depositada esa misma cruz en el juzgado de Vallecas, cuando fue en 1938 a comprobar la muerte de su hermano y de su esposo, que habían sido asesinados en noviembre de 1936.
Le faltó tiempo a la superiora para encargar a la hermana Leocadia que fuera junto con Araceli al juzgado de Vallecas. Y, en efecto, allí sacaron una bolsita con las pertenecías de una mujer que había sido asesinada el 23 de noviembre de 1936. No había dudas, la bolsita contenía unos papeles en los que estaban escritas a mano unas oraciones, que en su día le entregó a la hermana María Cecilia su maestra de novicias, que era en 1941 la superiora de las salesas; junto con esos papeles había en esa bolsita un rosario, un crucifijo pequeño y una cruz de las que llevaban las salesas en el pecho, que era la que en 1938 había visto Araceli en el mismo juzgado de Vallecas. La cruz estaba deformada por el impacto de una de las balas que le atravesó el pecho. Por lo demás, todos los datos descriptivos del cadáver coincidían con la identidad de la hermana María Cecilia. En dicho informe se decía que las ropas estaban marcadas con F. C. 4, (Felícitas Cendoya) que eran las señas del ropero que pertenecían a quien, ya sin ninguna duda, había conseguido la séptima corona del martirio.
Cruz de la hermana María Cecilia deformada por la bala que le atravesó el pecho
Guipuzcoana de un caserío perdido, educada cristianamente por sus padres, obrera en una fábrica de tejidos, iba a misa y comulgaba todos los días antes de entrar a la fábrica ya que entonces el ayuno obligaba desde las 12 de la noche del día anterior, hacía la visita a Jesús Sacramentado todas las tardes y era muy devota de la Santísima Virgen, monja en un convento abarrotado de vocaciones y mártir…
Aquello era otra España y otra religión, o si lo prefieren -para que no me sacuda una colleja el teólogo de guardia-, eran otras prácticas religiosas y eclesiásticas, tan distintas a las de ahora. Los católicos de la época de las mártires salesas no necesitaron aggionamentos erráticos, porque ellos sabían interpretar en cristiano, y no a lo mundano, los signos de los tiempos, ni se cobijaban debajo de componendas de ninguna conferencia episcopal porque entonces no existía semejante institución, ni falta que hacía, ni recibían cursos de catequesis sin contenidos doctrinales porque con el catecismo que se aprendían de memoria tenían una sólida formación, ni se orientaban por pastorales de contacto porque entonces no se publicaban semejantes melonadas, ni tenían que soportar una liturgia amenizada con baladas sentimentaloides de niños pijos, porque con el órgano y el canto gregoriano adoraban de verdad a Jesús Sacramentado, ni confundían la paternidad responsable con la paternidad confortable, porque estaban abiertos a la vida y tenían familias numerosas… Ni debo seguir escribiendo más, porque no quiero que me coma el tigre. Así es que para acabar, me limitaré a decir que, a juzgar por los resultados de todas estas maneras religiosas y eclesiásticas de las últimas décadas, lo más benigno que puedo decir de todas ellas en su conjunto es que son “leches migás”.
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá