Dos noticias de Francia me han inspirado el artículo de este domingo, una buena y otra mala, una ilusionante y otra desesperanzadora, una que es caricia y otra, arañazo en el alma. Concreto: una ha sido el anuncio jubiloso de la próxima canonización de las dieciséis beatas carmelitas de Compiègne; la otra fue la ceremonia de la reapertura de la catedral de Notre Dame. Y las dos tienen un nexo común: la Revolución Francesa. El sectarismo antirreligioso de esa revolución produjo el martirio de las dieciséis carmelitas de Compiègne; y la inspiración de esa misma revolución, que trató de suprimir la religión católica para sustituirla por una religión del Estado con la colaboración de los obispos y los curas juramentados, es la misma…, y no es otra que la que han tenido los que diseñaron la ceremonia de reapertura de Notre Dame, más de cara al mundo que de cara a Dios, hasta no importarles perder el sentido del ridículo vistiendo a los obispos y sacerdotes celebrantes con ornamentos coloreados como un tablero de parchís.

Esa inspiración a la que me he referido, sectariamente anticatólica, que desató la persecución sangrienta en Francia se hizo ley en la Constitución Civil del Clero del 12 de julio de 1790. Eso fue el principio todo. Quienes la juraron, los “curas juramentados”, se separaron de Roma y se convirtieron, de clérigos, en funcionarios del Estado francés para oficiar una religión de tejas para abajo, cuya liturgia se limitaba a bendecir árboles, plazas y edificios de la administración para adorno del poder político. Quienes se negaron a prestar el juramento a la Constitución Civil del Clero, los “curas refractarios”, por seguir fieles a Cristo, fueron perseguidos junto con los feligreses que les protegían o asistían a sus ceremonias clandestinas.

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Nadie como Jean de Viguerie ha explicado en este libro la persecución religiosa de la Revolución Francesa

Jean de Viguerie, en su libro Cristianismo y Revolución, da las claves para entender el proceso de descristianización que, iniciado a finales del siglo XVIII con la Revolución Francesa, está vigente hasta el día de hoy y con los mismos presupuestos. Las páginas de este libro descubren las raíces de la crisis cultural y religiosa de nuestros días, de manera que con su lectura se entiende porqué entre el clero católico actual existen “cardenales, obispos y curas juramentados”, pero que muy, muy juramentados...

Durante mis años de profesor en la Universidad de Alcalá la publicación antes citada de Jean de Viguerie era uno de los libros recomendados que más agradecían mis alumnos, pues les abría los ojos de la deformación histórica que traían del Bachiller. Venían con una noción simplona en sus cabezas que reducía la Revolución Francesa a una revuelta de la burguesía; les habían dicho que como la burguesía tenía el poder económico, pero no disfrutaba del poder político, para conseguirlo se vio obligada a hacer una revolución para implantar el nuevo sistema político de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Así de simple y así de falso.

Pero la realidad es que ni libertad, ni igualdad, ni fraternidad, como descubre Jean de Viguerie en Cristianismo y Revolución con esa prosa elegante y sencilla de la mayoría de los historiadores del país vecino, de los que reconozco que aunque son muy gabachos, -perdón, quise decir muy franceses- sin embargo escriben como los ángeles, y en el caso de Jean de Viguerie como un arcángel.

Por el número de los mártires, nunca había padecido la Iglesia católica una persecución como la de Revolución Francesa, solo superada siglo y medio después por la que se produjo en España durante la Segunda República y la Guerra Civil, cuyos verdugos fueron..., ¿el siglo XX o la década de los treinta? No reverendísimos, no. Que no fue así, que los verdugos fueron los socialistas los comunistas y los anarquistas, alentados por los masones.

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Los mártires anónimos durante la Revolución Francesa son incontables, pero de los que hay pruebas de que muriesen por la fe son unos dos mil, de los que la mitad fueron sacerdotes refractarios. Y de esos dos mil, la mitad ya han sido beatificados o están en proceso de beatificación; entre estos últimos se encuentra la hermana de Luis XVI, Madame Élisabeth (1764-1794), que murió en la guillotina, cuya biografía, escrita también por Jean de Viguerie, es una radiografía clarísima de la persecución religiosa en Francia.

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Portada de la biografía de Madame Élisabeth, hermana de Luis XVI

Y entre los mártires ya beatificados, próximas a ser canonizadas -como dijimos- se encuentran las dieciséis carmelitas de Compiègne. El Carmelo llegó a Francia, nada menos, que de la mano de Ana de San Bartolomé (1594-1626), la confidente de Santa Teresa de Jesús (1515-1582), en cuyos brazos murió su santa fundadora. El 15 de octubre de 1604 se erigía el Carmelo de la Encarnación en París e inmediatamente se abrieron nuevos monasterios en Francia, entre ellos el de Saint-Denis en 1625, donde un siglo y medio después profesó como carmelita Madame Luisa (1737-17287), la hija menor del rey Luis XV (1715-1774). El convento de carmelitas de Compiègne de nuestras dieciséis mártires fue fundado en 1641. 

Pero regresemos a la Revolución Francesa. En agosto de 1792 por decreto quedaron suprimidas todas las congregaciones religiosas en Francia y los revolucionarios se apropiaron del convento de Compiègne. Las carmelitas fueron obligadas a desprenderse de su hábito y tuvieron que abandonar su monasterio. Como la ley de disolución de congregaciones les prohibía seguir reunidas, la comunidad de Compiègne decidió dividirse en cuatro grupos, para mejor ocultarse y así seguir viviendo la regla estrictamente durante un tiempo. 

En los diez meses que transcurren desde octubre de 1793 a julio de 1794 arreció la persecución religiosa. Los revolucionarios se apoderaron del tiempo y reformaron el calendario, de manera que, para enterrar el domingo, los meses ya no estarían compuestos de cuatro semanas, sino de tres décadas, siendo fiesta solo el décimo día de cada década, el décadi, y así lo estableció un decreto de la Convención el 5 de octubre.

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Los ataques siguientes fueron la prohibición de manifestaciones externas de culto, la eliminación de las imágenes y cruces en los lugares públicos, la secularización de los entierros, de manera que los sacerdotes yo no podrían presidir los cortejos fúnebres y por fin, la clausura y el saqueo de los templos.

Comenzaron entonces las “donaciones patrióticas” a la Convención de los objetos religiosos que pudieren tener un valor material. El distrito de Compiègne hizo dos envíos a París los días 30 de octubre y 2 de noviembre con el siguiente mensaje: “Al crisol nacional, al crisol ardiente todos estos metales mal empleados: Al crisol de la filosofía y la razón las tonterías y los perjuicios”.

El 10 de noviembre de 1793 se sustituyó el culto católico en Notre Dame por el culto a la Diosa Razón, literal, no me invento nada; y además se lo describo. Ese día, la diosa razón estuvo encarnada por la señorita Maillard, una mujer que además de actuar como bailarina en la ópera de París prestaba también sus servicios en unas dependencias del palacio de uno de los nobles franceses más reconocidos como Soubisse, esas dependencias eran conocidas como “el templo del amor”, porque la ciudadana Maillard era una de esas mujer de “virtud complaciente” con los hombres que les pagan. 

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Charles de Rohan, IV píncipe de Soubise (1715-1787). Contrajo matrimonio en tres ocasiones, en la primera con Anne-Marie-Louise de La Tour d'Auvergne, que tan solo tenía doce años. Tuvo numerosas amantes, algunas muy jóvenes como una niña de quince años cuando él tenía sesenta. Convirtió su palacio en un lupanar en el que prestaba sus servicios la señorita Maillard

 

Lo que sucedió en la catedral de Notre Dame el 10 de noviembre de 1793 lo narra así el periódico Le Père Duchesne

“¡Qué espectáculo tan grandioso era el ver a todos esos hijos de la libertad precipitarse en la excatedral, para purificar el templo de la bobería, y consagrarlo a la verdad, a la Razón! Aquellas bóvedas, donde nunca se había oído más que el graznido del cuervo de la iglesia, donde hasta entonces no se había cantado más que salmos y letanías, han retumbado al estruendo de canciones patrióticas; en vez de altar, en el que unos sacerdotes embusteros persuadían a unos imbéciles que el Dios del cielo bajaba por su orden, barbullando algunas palabras en latín, y pasaba enterito, como una nuez moscada a un pedazo de pan; en vez de ese altar, o más bien de ese tablado de titiriteros, habíase construido el trono de la Libertad; no se colocó en él una estatua muerta, sino una imagen animada de esa divinidad, una obra maestra de la naturaleza, como dijo mi compadre Chaumette; una mujer encantadora, hermosa cual la diosa que representaba, sentada en lo alto de una montaña, con gorro encarnado en la cabeza y una pica en la mano; había entorno suyo todas las lindas hechiceras de la ópera, que a su vez han excomulgado el solideo cantando himnos patrióticos con más gracia que unos ángeles. Los patriotas embelesados gritaban bravo a boca llena, y todos juraban que no reconocían más divinidad que la patria, y que por ella morirían”.

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Fiesta de la Diosa Razón (10-XI-1793). Obsérvese que a la señorita Millard, la “diosa razón,” se la representa pisando un crucifijo 

En este ambiente tan sectario se entiende que unos vecinos denunciasen a las carmelitas de Compiègne. El comité local las detuvo y las encarceló el 22 de junio de 1794 en el monasterio de la Visitación, convertido en cárcel, acusadas de fanatismo y de ser contrarrevolucionarias. Ahora lo racional y lo patriótico era adorar a la Diosa Razón en la persona de la bailarina Maillard, o de la hija, de la esposa o de la querida de cualquier cacique de una aldea de Francia, porque lo que se hizo en Notre Dame se remedó en toda Francia, con las hijas, las esposas o las queridas de los caciques, aunque no fueran tan agraciadas físicamente como la bailarina de la ópera de París.

Fouquier Tinville

Grabado de Fouquier-Tinville, fiscal del Tribunal Revolucionario. Fueron tantos los franceses que condenó a la guilltotina que era conocido como Le Pourvoyeur de la guillotine (El abastecedor de la guillotina)

El 12 de julio de 1794, el Comité de Salvación Pública ordenó el traslado de las carmelitas a París. Fueron encerradas en la cárcel de la Conserjería, que era considerada la antesala de la guillotina. El día 16 de julio, las carmelitas celebraron en la prisión la festividad de la Virgen del Carmen y al día siguiente comparecieron ante el Tribunal Revolucionario, controlado por Fouquier-Tinville (1746-1795), uno de los personajes más mezquinos y sanguinarios, que actuó como fiscal en tantos y tan importantes juicios que acabaron con miles de franceses en la guillotina, por lo que Fouquier-Tinville era conocido como “El abastecedor de la guillotina”. Sin duda el proceso más famoso en el que intervino fue el de la reina María Antonieta (1755-1793), en el que no dudó en utilizar a los carceleros de su hijo, el Delfín, un niño de ocho años, para manipularle hasta hacerle declarar falsamente en el tribunal que su madre y su tía, Madame Élisabeth, le habían iniciado en la masturbación y habían tenido ciertas relaciones sexuales con él.

La película Dialogo de Carmelitas es una obra maestra del cine, que refleja muy bien la Revolución Francesa, se puede ver completa en la red sin pagar

Pues bien, este siniestro personaje es uno de los protagonistas de la película Diálogo de Carmelitas, todo un clásico del cine que se estrenó en 1960 y tiene la frescura del primer día. Un escalofrío recorre la espalda del espectador, cuando en dicha película Fouqier-Tinville se presenta ante las monjas con estas palabras: “Yo soy el guardián del alma de la patria. Vosotras que no reconocéis la autoridad de las leyes, habéis atentado contra la ciudad”. Y a continuación se produce el siguiente diálogo:

-También somos ciudadanas de otra patria. -Le responde la priora, a lo que el fiscal contesta:

-Os sobre una. Agradeced haber encontrado en esta patria que traicionáis un tribunal que os escuche y os juzgue y esta noche una tumba para acogeros.

Y eso fue todo el juicio, porque no se llamó a ningún testigo. El proceso judicial fue tan acelerado que no hizo falta más tiempo ni más requisitos para que el juez leyera esta sentencia:

“Por haber celebrado conciliábulos contrarrevolucionarios. Por haber sostenido correspondencia fanática, albergado a sacerdotes refractarios y a emigrados, conservado escritos libertarios… Se os condena a la pena de muerte. Dado el 28 de Mesidor, año dos de la República. (…) Sentencia ejecutoria inmediatamente”.

Y debió decir “a continuación”, que es como así sucedió el 17 de julio de 1794. Pero no les voy a decir cómo lo cuenta la película, porque los últimos diez minutos de Diálogos de Carmelitas están consideradas como una de las escenas magistrales de la historia del cine y no se la voy a destripar.

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia contemporánea de la Universidad de Alcalá