El pasado miércoles, 6 de noviembre, se celebró la “festividad de los santos Pedro Poveda Castroverde e Inocencio de la Inmaculada Canoura Arnau y compañeros”. Sin embargo, lo cierto es que la festividad del padre Poveda tiene asignado el día 28 de julio y la del pasionista Inocencio de la Inmaculada el 9 de octubre. Así es que para entenderlo hay que fijarse en lo de “y compañeros”.

En la página oficial de la Conferencia Episcopal Española está la clave, pues ahí se puede leer que a quienes se recordó el pasado miércoles -cito textualmente- fue: “a los 2.053 mártires (12 santos y 2041 beatos) de la persecución religiosa del siglo XX en España que están ya en los altares”. Y a continuación, la publicación oficial de los obispos cita al padre Poveda, un sacerdote secular, y al pasionista Inocencio de la Inmaculada, un religioso, en representación de los 2.053 mártires, según la página oficial de la Conferencia Episcopal Española. Pero estos datos no son correctos, porque en realidad se han elevado a las altares a 11 santos y 2.117 beatos, que suman un total de 2.128 mártires y que al finalizar este mes serán 2.130.

Y me ha llamado la atención que la denominación oficial ha cambiado un poco; han dejado de llamarles “mártires del siglo XX”, para denominarles “mártires de la persecución religiosa del siglo XX en España”. Los obispos van entrando por el aro de la verdad histórica, aunque todavía les queda un trecho por recorrer hasta llegar a aceptar la máxima de que “las cosas son lo que son” y llamarlas por su nombre. Porque aquello no fue una persecución anónima que surgió de la nada, los perseguidores tienen nombres y apellidos y están de sobra documentados los hechos. Comprendo que para Martínez Camino y “compañeros” la cosa no es sencilla, pero reconozco que van mejorando. Ya no se les llama “mártires del siglo XX”, ni “mártires de la década de los treinta”, quizás porque con tantas veces como he escrito que ni los siglos ni las décadas martirizan a nadie, ya se van dando cuenta de la realidad. En consecuencia, habrá que seguir insistiendo en contar la verdad: “mártires de la persecución religiosa que llevaron a cabo los socialistas, los comunistas y los anarquistas, alentados por los masones”.

Lo cierto es que en el siglo XX hubo de todo. En efecto, durante esa centuria tuvo lugar la mayor persecución que ha padecido la Iglesia Católica en sus dos mil años de existencia, pero eso fue así solo en unos cuantos años del siglo XX, desde 1931 a 1939. Y en contraste con esta triste realidad, es bien cierto que durante otras cuatro décadas del siglo XX la Iglesia en España recibió un reconocimiento y un trato como nunca en los dos últimos siglos por parte del Estado, por lo que los obispos deberían manifestar con claridad su agradecimiento al jefe del Estado de esos años, Francisco Franco (1892-1975), y a tantos católicos que tuvieron responsabilidades políticas durante esas cuatro décadas. Y eso, aunque solo sea porque es de bien nacidos ser agradecidos.

Los dos representantes, que los obispos han elegido de todos los “compañeros” mártires, derramaron su sangre por la fe en fechas históricas bien distintas. El padre Poveda el 28 de julio de 1936, en plena Guerra Civil, y el pasionista Inocencio de la Inmaculada el 9 de octubre de 1934, durante el fallido golpe de Estado que dieron los socialistas ese año, durante la Segunda República.

Siempre que se cita a los religiosos que padecieron martirio antes de la Guerra Civil, durante la Segunda República, y que hoy están en los altares, como es el caso del padre Inocencio de la Inmaculada, vienen a mi recuerdo unas líneas que leí hace unos años, porque resulta sorprendente que tan pocas palabras encierren tanta miseria moral. Su lectura provoca arcadas en el alma de una persona normal y, por respeto a mis lectores, nunca las había reproducido hasta hoy. Y no piensen que el autor de las líneas que voy a reproducir a continuación es un personaje de la extrema izquierda, ni mucho menos. Se trata de un católico, pero en este caso de un católico “cualificado”, porque en una importante institución de la Iglesia se le considera y se le trata como a uno de sus intelectuales de guardia. Comprenderán que no dé su nombre para no dar publicidad a un sujeto que ha sido capaz de escribir algo tan deleznable como lo siguiente:

“Los clérigos recibieron beneficios de las autoridades triunfantes; muchos de ellos sentían que los militares les habían salvado físicamente la vida, aunque la persecución religiosa desde julio de 1936 la hubiera desatado materialmente el levantamiento militar”.

Pues no, Franco no desató la persecución religiosa y ya hubo mártires antes de que estallara la Guerra Civil. Es más, en la carta colectiva de los obispos de 1 de julio de1937 se denuncia el acoso y la persecución religiosa desde los primeros días de la Segunda República. Esto es lo que se puede leer en uno de sus párrafos:

“Dejando otras causas de menor eficiencia, fueron los legisladores de 1931, y luego el poder ejecutivo del Estado con sus prácticas de gobierno, los que se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso predominante en el país. La Constitución y las leyes laicas que desarrollaron su espíritu fueron un ataque violento y continuado a la conciencia nacional. Anulando los derechos de Dios y vejada la Iglesia, quedaba nuestra sociedad enervada, en el orden legal, en lo que tiene de más sustantivo la vida social, que es la religión. El pueblo español que, en su mayor parte, mantenía viva la fe de sus mayores, recibió con paciencia invicta los reiterados agravios hechos a su conciencia por leyes inicuas; pero la temeridad de sus gobernantes había puesto en el alma nacional, junto con el agravio, un factor de repudio y de protesta contra un poder social que había faltado a la justicia más fundamental, que es la que se debe a Dios y a la conciencia de los ciudadanos.

Junto con ello, la autoridad, en múltiples y graves ocasiones, resignaba en la plebe sus poderes. Los incendios de los templos en Madrid y provincias, en mayo de 1931; las revueltas de octubre de 1934, especialmente en Cataluña y Asturias, donde reinó la anarquía durante dos semanas; el período turbulento que corre de febrero a julio de 1936, durante el cual fueron destruidas o profanadas 411 iglesias y se cometieron cerca de 3.000 atentados graves de carácter político y social, presagiaban la ruina total de la autoridad pública, que se vio sucumbir con frecuencia a la fuerza de poderes ocultos que mediatizaban sus funciones”.

Y si se quiere más precisión para entender la mayor persecución de todos los tiempos contra la Iglesia, habrá que retroceder al comienzo del siglo XIX. Paradójicamente, el régimen liberal que se asentó en España tras la muerte de Fernando VII en 1833, y que establecía como ejes de su nueva sociedad la libertad y la tolerancia, se estrenó desatando una persecución religiosa. Unas veces la persecución religiosa fue incruenta, pero persecución, y se llevó a cabo mediante los decretos y las leyes emanadas de los Gobiernos y las Cortes, conculcando así los más elementales derechos que los liberales decían defender. Y en otras ocasiones la persecución fue cruenta; entre 1834 y 1835 fueron asesinados unos cien religiosos en Madrid, Zaragoza Reus y Barcelona. Martínez de la Rosa (1787-1862), que era entonces jefe de Gobierno, afirmó sin ambages que fue público y notorio que aquella catástrofe fue obra de las sociedades secretas para precipitar la revolución y arrojar del poder al partido moderado, aprovechándose del terror que difundió la aparición repentina del cólera, inventando tanto lo del envenenamiento de las aguas como otras patrañas absurdas que inventaron en otras capitales.

Matanza de frailes
Matanza de frailes en San Francisco el Grande (Madrid). Solo en la capital de España, en la madrugada del 17 al 18 de julio de 1834, fueron asesinados 80 religiosos

 

Los perseguidores actuaron impunemente, ya que los Gobiernos liberales no solo no impidieron, ni castigaron a los culpables de las matanzas de frailes y las quemas de conventos, sino que en alguna ocasión algunos de sus más destacados representantes las llegaron a justificar en sede parlamentaria, como fue el caso de Pascual Madoz (1805-1870) que, manipulando el lenguaje, a los asesinatos de frailes él los llamaba reformas: “Un Gobierno previsor -clamaba Madoz en el Congreso de los Diputados- debió haber conocido que la permanencia de los frailes era un anacronismo, una cosa incompatible con las luces del siglo, y desgraciadamente no lo conoció, y esto obligó en cierta manera al pueblo a hacer por sí la reforma”.

Para darnos una idea de las consecuencias de todos estos acontecimientos, al declinar el siglo XVIII, concretamente en 1797 que es cuando disponemos de datos seguros, entre el clero secular, el clero regular y los religiosos de ambos sexos sumaban un total de 145.628 personas. En 1860, cuando ya se había amortiguado en parte la política antirreligiosa, ese número se había reducido casi a la mitad, exactamente a 63.267 personas; lo que significa que en medio siglo se habían perdido en España 82.361 vocaciones religiosas.

Unión Soviética 2

En 1937 cambiaron el nombre de la madrileña Gran Vía por el de Avenida de la Unión Soviética

 

Solo teniendo en cuanta estos acontecimientos del siglo XIX, se puede llegar a comprender que en el primer tercio del siglo XX tuviera lugar la mayor persecución religiosa de la Iglesia Católica. En esas fechas confluyeron dos ríos caudalosos preñados de odio a Cristo, que provocaron una inmensa riada de muerte: el río de la ideología liberal progresista, alentada por los masones desde el siglo XIX, y el río de la ideología marxista, que desde la Unión Soviética acusaba a la Iglesia de ser el opio del pueblo y la había condenado al exterminio.

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá