Fotografías hechas por el sepulturero de Vicálvaro de la madre Inés (izquierda) y de sor Mª del Carmen (derecha)
El próximo sábado, 22 de junio, a las 11 de la mañana, en la Catedral de la Almudena de Madrid, se celebrará la ceremonia de beatificación de 14 monjas concepcionistas franciscanas, que será presidida por el Cardenal Giovanni-Angelo Becciu, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos. Diez Hermanas pertenecían a la comunidad religiosa del convento de San José de Madrid; dos procedían del monasterio de El Pardo y otras dos religiosas pertenecían a la comunidad de Concepcionistas de Escalona.
El convento de San José y el monasterio de El Pardo son dos de un total de los 19 conventos fundados o comunidades reformadas por Sor Patrocinio. En toda la Historia de la Iglesia, yo no tengo noticia de que nadie haya fundado tantos. Y de los 19 debidos a la acción de Sor Patrocinio, dos de ellos han proporcionado 12 monjas elevadas a los altares. Y como de santidad hablamos, hay que mencionar que la Orden de las Concepcionistas, además de las monjas de América que están en proceso de beatificación, en España tienen abierto igual proceso las Madres Teresa Romero y Ana Alberdi, además de tres místicas de proyección gigantesca: la ya citada Sor Patrocinio, la Madre Sor María Jesús de Ágreda y Sor Ángeles Sorazu.
De las concepcionistas franciscanas sabemos muy pocas cosas, porque ellas como todas las monjas de clausura son los cimientos en el edificio de la Iglesia. Y los cimientos de una catedral están ocultos en la tierra, pero sin ellos no podríamos contemplar la belleza de esas bóvedas de piedra que, desafiando la ley de la gravedad, se elevan al cielo para dar gloria a Dios. La visión de la hermosura de todas y cada una de esas almas, encerradas en la clausura, está reservada para el día que se abra el verdadero libro de la Historia, que será el día del Juicio Final. Mientras tanto tendremos que conformarnos con unas pequeñas pistas que ofrecen las vidas de esas monjas de clausura, que se hacen públicas, cuando son elevadas a los altares. Y por eso hoy las voy a seguir contando.
Sin duda, el martirio es una gracia de Dios, pero solo lo puede aceptar quien se prepara para ello con una profunda vida interior
De diez de las 14 que van a ser beatificadas, de las del convento de Santo José, ya me ocupé en dos artículos anteriores. La publicación de hoy se la voy a dedicar a los dos mártires del monasterio de El Pardo, fundado por Sor Patrocinio el 11 de diciembre de 1859, bajo la advocación de Nuestra Señora de las Misericordias y San Antonio de Padua.
El comienzo de esta historia se localiza en un pueblecito de la provincia de Zamora, porque las dos mártires de El Pardo, además de hermanas de religión, lo eran también de sangre. Como el de todos los santos, el comienzo de estas dos tuvo lugar en la pila bautismal de la iglesia de Avedillo, una aldea a mitad de camino entre Puebla de Sanabria y la capital de la provincia. La mayor de las dos hermanas era Carmen, que nació en 1895, y cuatro años después vino al mundo Inés. Sin embargo, fue la pequeña la que ingresó primero en el monasterio de El Pardo, en 1908, y seis años después lo hizo su hermana Carmen.
Sin duda, el martirio es una gracia de Dios, pero solo lo puede aceptar quien se prepara para ello con una profunda vida interior. Y como muestra un botón de cómo era la de estas mujeres antes del martirio. Cuenta una de las monjas de El Pardo que vivió con ellas, que a Sor Inés se le quedaban cortas las dos horas de oración que la Regla destinaba a esta práctica, y por la noche le hurtaba tiempo a su descanso, para permanecer en la capilla. Con sencillez y sinceridad cuenta esto de lo que fue testigo: “En mi curiosidad de novicia pude comprobar, varias veces, que hacía la oración postrada en el coro. Con mucho cuidado salía de su celda, cuando todas las religiosas se habían ya retirado a descansar. Yo que tenía el sueño más ligero, me levantaba y de puntillas me acercaba al coro y siempre la encontraba orando sobre una cruz de madera. Otras veces por la cerradura de la puerta de la celda la veía hacer oración con los brazos en cruz”.
El 18 de julio de 1936 estalló la Guerra Civil y se desbordó la persecución religiosa que los marxistas ya habían iniciado al proclamarse la Segunda República, con la quema de iglesias y conventos en mayo de 1931 y los asesinatos de religiosos tres años después, a la sombra del golpe de Estado que dieron los socialistas en 1934, que algunos llaman falsamente Revolución de Asturias.
El 21 de julio de 1936 asaltaron el monasterio de El Pardo, y mientras aporreaban las puertas del convento, exigiendo a las monjas que salieran, la Madre Inés, que era abadesa desde el año anterior, ordenó a todas que se pusieran las ropas de seglares y bajaran a la portería. Y antes de abrir las puertas les dirigió estas palabras: “Hijas mías, ha llegado la hora de Dios. No olviden que somos religiosas, almas consagradas al Señor ¡Sean fuertes! Si es preciso, demos la vida por Él”.
Cuando abrieron las puertas, los milicianos y las milicianas, que de esas también había unas cuantas, formaron un pasillo y recibieron a las monjas entre insultos y blasfemias. Las rodearon y las empujaron con los fusiles hasta llevarlas a la plaza del pueblo, donde el cabecilla se dirigió a las gentes que allí habían acudido para soltar los tópicos marxistas de entonces y de ahora: que las monjas son enemigas del pueblo y aliadas de los ricos explotadores de los proletarios. Cuando el demagogo integró a las monjas en el bando de los ricos, a buen seguro que la Madre Inés tuvo que acordarse en esos momentos de su infancia en Avedillo, y del trayecto de más de diez kilómetros que tuvo que hacer, a lomos de la burra del tío Ángel, para ir desde su aldea a Puebla Sanabria, donde cogió un tren para venir a Madrid, cuando ingresó en el monasterio de El Pardo como novicia.
Estalló la Guerra Civil y se desbordó la persecución religiosa que los marxistas ya habían iniciado al proclamarse la Segunda República, con la quema de iglesias y conventos en mayo de 1931
Acabado el mitin, las llevaron al puesto de control donde un autodenominado tribunal popular les tomó declaración entre los insultos y las vejaciones de los jueces rojos. Y fue entonces cuando un grupo de familias de El Pardo salió en su defensa, ya que las monjas eran muy apreciadas en la población, porque desde que fundara el convento Sor Patrocinio había establecido que, como en todos los suyos, hubiera un colegio para atender a las niñas más necesitadas.
Estas familias consiguieron que las soltaran los milicianos y las acogieron en distintas casas. Pero poco duró la calma, porque a los cuatro días los socialistas y los comunistas hicieron público un bando en el que amenazaban con quemar las casas, donde se refugiara alguna de las monjas. Por este motivo, las mismas monjas decidieron abandonar una población tan pequeña como El Pardo, donde todos se conocían, para refugiarse en Madrid.
El capellán del convento había encargado a su madre, Doña Consuelo, y a su hermana que les buscara casas en Madrid, donde podrían estar más seguras. Y aunque dispersas por distintos barrios, la comunidad de El Pardo se mantuvo unida, gracias a que una de ellas, Sor Dolores, hizo de enlace. Sor Dolores les llevaba noticias unas de otras, les proveía de los alimentos que conseguía, pero sobre todo les llevaba la Sagrada Comunión, porque siempre que pudo fue portadora de las Sagradas Formas.
Las dos hermanas zamoranas, la Madre Inés y Sor María del Carmen fueron acogidas por un matrimonio que vivía en el número 115 de la calle Ayala. Ellas se levantaban muy temprano, antes que los dueños, para hacer una oración más larga que la del convento, y cuando habían acabado todos los rezos acostumbrados, ya era la hora de que se levantaran los dueños de la casa. Entonces se unían a las tareas de limpieza, lavaban la ropa y cocinaban. Y cumplidas todas estas labores, se encerraban en su habitación durante el día para que las visitas no descubrieran su presencia.
No llevaban ni un mes en la casa de la calle Ayala, cuando el domicilio sufrió un registro. A primera hora de la tarde del día 20 de agosto de 1936, un grupo de milicianos armados se presentó en la casa y registró todas las dependencias de la misma. Cuando abrieron la puerta de su habitación, no dudaron de que habían encontrado lo que iban buscando:
—¿Vosotras sois monjas?
—Sí, para servir a Dios -respondió la madre Inés.
La repuesta les enfureció y descargaron su ira y su odio contra Dios en forma de insultos soeces y blasfemias. Se marcharon, pero dando a entender que pronto volverían.
En efecto, ese mismo día a las ocho de la tarde, regresaron los milicianos con una camioneta, en la que se llevaron a las dos monjas y al matrimonio que las había hospedado. Todos ellos fueron trasladados a la checa de Vicálvaro.
Inmediatamente las dos hermanas sufrieron un interrogatorio, en las que se les preguntó por el paradero del resto de la comunidad. Ante su negativa, comenzaron a torturarlas. No hubo parte de su cuerpo que no recibiera los golpes de las culatas de los fusiles y cuando vieron que era imposible sacarles nada, las arrojaron a una dependencia que hacía de calabozo.
El 20 de agosto de 1936 trasladaron a las dos monjas -Sor Inés y Sor Carmen- y al matrimonio que las había hospedado a la checa de Vicálvaro
Al amanecer del día 21 de agosto, las dos monjas fueron llamadas por su nombre y las ordenaron subir a una camioneta que esta aparcada en la puerta de la checa. Y conscientes de cuál era su destino, la madre Inés se dirigió a sus verdugos en estos términos:
—“A nosotras pueden matarnos, somos almas consagradas a Dios y daríamos mil veces la vida por ser fieles a Él. Pero a estos buenos señores, que por caridad nos han acogido y tratado con humanidad y cariño, les rogamos que no les hagan nada. Se habrían comportado igual con cualquier persona necesitada”.
Les hicieron caso y sacaron de la fila al matrimonio. A las dos monjas, como a todos los que subieron a la camioneta, a los que habían atado previamente las manos de dos en dos, les llevaron a un descampado, próximo al cementerio de Vicálvaro. E inmediatamente que se bajaron, fueron fusilados. El jefe de los verdugos fue el encargado de rematar a las víctimas con el tiro de gracia, a la Madre Inés la disparó en la boca y a Sor María del Carmen en el estómago.
Los cadáveres fueron cargados en la camioneta y abandonados en las tapias del cementerio de Vicálvaro, como fardos de basura. El enterrador que supo que las dos eran religiosas, pensando que algún día reclamarían sus cadáveres, lavó cuidadosamente sus rostros, puso en orden sus vestidos, las colocó en posturas decorosas, hizo una foto a cada una y enterró sus cuerpos uno al lado de otro y sobre su tumba puso una señal, que facilitara con el tiempo su identificación.
Al concluir la guerra, el sepulturero entregó al juez toda esta valiosa información, que ha permitido recuperar los restos de estas dos mártires Concepcionistas, porque de los de las otras doce que serán beatificadas el próximo sábado no ha sido posible encontrar ningún cuerpo. Los restos mortales de la madre Inés y de su hermana, Sor Mercedes, reposan actualmente junto con los de la fundadora de su Orden, Santa Beatriz de Silva, en la casa madre de las Concepcionistas de Toledo.