San Juan Pablo II tuvo la santa valentía de decir la verdad y poner las cosas en su sitio
Después de la ceremonia de ayer sábado, 18 de junio, ya son más de 2.000 los españoles que han sido elevados oficialmente a los altares, exactamente 2.096, 11 santos y 2.085 beatos, por haber sido mártires en la mayor persecución de toda la historia de la Iglesia católica, que llevaron a cabo en España los marxistas, es decir, los socialistas, los comunistas y los anarquistas de la mano de masonería.
Pero hace 35 años todavía no había sido proclamado ningún mártir ni santo, ni beato, porque por una injusta decisión, que las autoridades eclesiásticas disfrazaron con el nombre de prudencia, estuvieron paralizados los procesos de beatificación, hasta que San Juan Pablo II tuvo la santa valentía de decir la verdad y poner las cosas en su sitio. Y el 29 de marzo de 1987, —repito—, hace tan solo 35 años— fueron elevadas a los altares las tres primeras mártires, al ser proclamadas beatas ese día tres hijas del Carmelo de Guadalajara: Sor María Pilar de San Francisco de Borja, Sor María Ángeles de San José y Sor Teresa del Niño Jesús.
La valentía de San Juan Pablo II para proclamar la verdad de lo ocurrido contrasta con la cobarde actitud de quienes pretendieron ocultar con el silencio una de las mayores gestas de la Iglesia católica de todos los tiempos, como fue la entrega de la vida en defensa de la fe que hicieron muchos miles de católicos en España.
Hace 35 años todavía no había sido proclamado ningún mártir ni santo, ni beato, por una injusta decisión, hasta que San Juan Pablo II tuvo la santa valentía de decir la verdad y poner las cosas en su sitio
La cobardía de entonces que paralizó los procesos de beatificación de nuestros mártires ha dejado sus secuelas hasta el día de hoy, que se manifiestan entre otras cosas en esa falsa y torpe denominación oficial de la jerarquía actual que se refiere a los católicos que derramaron su sangre en defensa de la fe durante la Segunda República y la Guerra Civil, como “mártires del siglo XX” o “mártires de la década de los treinta”, título empleado hasta por los obispos catalogados como buenos, que yo no pongo en duda que lo sean, pero el caso es que el agua bendita también es muy buena, pero no sirve para freír huevos.
En primer lugar, esa denominación oficial es falsa, porque oculta la realidad de lo que pasó. Ni el siglo XX ni la década de los años treinta mató a nadie, porque esos solo son conceptos del tiempo en el que suceden los hechos, por eso nuestros mártires antes de morir al grito de ¡Viva Cristo Rey!, no perdonaron ni al siglo XX ni a la década de los años treinta, sino a sus verdugos, que seguían consignas del PSOE y del Partido comunista para exterminar a la Iglesia de España.
También es falsa esa denominación de “mártires del siglo XX” porque no es verdad que durante toda esa centuria la Iglesia en España sufriera persecución. Tan cierto como que durante un tiempo del siglo XX la Iglesia en España estuvo perseguida, es que hubo otro período histórico en esa centuria en el que la Iglesia católica fue protegida y ayudada…, muy protegida y muy ayudada: se reconstruyeron templos y seminarios que los marxistas destruyeron, como gráficamente Jorge López Teulón ha mostrado en ese libro impresionante que con toda propiedad se titula Inspirados por Satanás; se le permitió a la Iglesia tener colegios católicos y capellanes en el ejército, en los hospitales y centro públicos; en una palabra se le entregó a la Iglesia católica la dirección moral de la sociedad española. Por cierto, y en honor de la verdad histórica, hay que decir que durante todo ese tiempo en el que la Iglesia católica recibió tanto apoyo y protección en España su jefe del Estado se llamaba Francisco Franco.
Los mártires españoles de la II República entregaron su vida, no por obedecer consignas franquistas, sino por ser fieles al Evangelio
La denominación oficial de la jerarquía actual con la que se refieren a los mártires, además de falsa es torpe, porque se hace para que no les llamen franquistas, dando a entender que el martirio y la defensa de la fe era un peculiar capricho de Franco, compartido a lo sumo con su mujer, Carmen Polo.
Y de este modo, tal prevención es un olvido y un desprecio en primer lugar a los propios mártires, que entregaron su vida, no por obedecer consignas franquistas, sino por ser fieles al Evangelio. Y es un desprecio también a todos los católicos que aunque no perdieron la vida, se la jugaron por proteger a sacerdotes, a religiosos, a monjas, a templos sagrados… Porque al igual que hubo mártires, también hubo católicos heroicos, en la persecución religiosa que llevaron a cabo los socialistas, los comunistas y los anarquistas durante la Segunda República y la Guerra Civil.
El dique de cobardía que retuvo durante tanto tiempo los procesos de beatificación de nuestros mártires fue dinamitado por la santidad de Juan Pablo II, que además de santo era muy listo, tanto que cuando algunos iban, él ya volvía.
Y como veía venir la invasión de las hordas de los que yo llamo “católicos moderaditos”, que por muy disfrazados de moderación actúan como lo que son, como hordas contra el depósito de la fe y la moral con tal de que les sonría el mundo, el papa santo recordó en la ceremonia de la beatificación de las tres primeras mártires, que lo propio del cristiano no es bajarse los pantalones de las creencias, sino ser coherentes, aunque nos cueste la vida. Así es que se me ocurre que podríamos empezar a entrenarnos poniendo en juego la subvención o el cargo, según corresponda, por si los enemigos de la Iglesia vuelven a las andadas y llega el día en que haya que entregar la vida de verdad.
Lo propio del cristiano no es bajarse los pantalones de sus creencias, sino ser coherentes, aunque les cueste la vida
Esto es lo que dijo hace 35 años San Juan Pablo II en la ceremonia de beatificación de las tres primeras mártires: “Este seguimiento del Maestro, que nos debe llevar a imitarlo hasta dar la vida por su amor, ha sido casi una constante llamada, para los cristianos de los primeros tiempos y de siempre, a dar este supremo testimonio de amor –el martirio– ante todos, especialmente ante los perseguidores. Así la Iglesia, a través de los siglos, ha conservado como un legado precioso las palabras que Cristo dijo: “el discípulo no es más que el maestro” (Mt 10, 24), Y que “si a mí me han perseguido, lo mismo harán con vosotros” (Jn 15, 20).
De este modo vemos que el martirio –testimonio limite en defensa de la fe– es considerado por la Iglesia como un don eximio y como la prueba suprema de amor, mediante la cual un cristiano sigue los mismos pasos de Jesús, que aceptó libremente el sufrimiento y la muerte por la salvación del mundo. Y aunque el martirio sea un don concedido por Dios a unos pocos, sin embargo, todos deben –y debemos– estar dispuestos a confesar a Cristo delante de los hombres, sobre todo en los periodos de prueba que nunca –incluso hoy día– faltan a la Iglesia. Al honrar a sus mártires, la Iglesia los reconoce, a la vez, como signo de su fidelidad a Jesucristo hasta la muerte, y como signo preclaro de su inmenso deseo de perdón y de paz, de concordia y de mutua comprensión y respeto”.
Y en la misma homilía, San Juan Pablo II llegó incluso a concretar en cinco puntos la prueba en los que un cristiano debe demostrar, que ya que no ha recibido el don del martirio, que vive de acuerdo con el ejemplo de los mártires. Y a partir de aquí, dejen de leer los “católicos moderaditos”, porque lo que dijo Juan Pablo II solo es para esos otros católicos que por llegar al Cielo se ponen de un radical que les puede dar por cortarse un brazo o sacarse un ojo.
En la vida y martirio de Sor María Pilar de San Francisco de Boria, de Sor María Ángeles de San José, y de Sor Teresa del Niño Jesús, resaltan hoy, ante la Iglesia, unos testimonios que debemos aprovechar:
— el gran valor que tiene el ambiente cristiano de la familia, para la formación y maduración en la fe de sus miembros;
— el tesoro que supone para la Iglesia la vida religiosa contemplativa, que se desarrolla en el seguimiento total del Cristo orante y es un signo preclaro del anuncio de la gloria celestial;
— la herencia que deja a la Iglesia cualquiera de sus hijos que muere por su fe, llevando en sus labios una palabra de perdón y de amor a los que no los comprenden y por eso los persiguen;
— el mensaje de paz y reconciliación de todo martirio cristiano, como semilla de entendimiento mutuo, nunca como siembra de odios ni de rencores.
— y una llamada a la heroicidad constante en la vida cristiana, como testimonio valiente de una fe, sin contemporizaciones pusilánimes, ni relativismos equívocos.
Y para que no hubiera ninguna duda de que el camino por el que hay que transitar no es el de la gran anchura y el de las muchas posadas del buen comer y la alegre vida del que escriben nuestros clásicos del Siglo de Oro, Juan Pablo II remató su predicación con esta frase: “La Iglesia honra y venera, a partir de hoy, a estas mártires, agradeciéndoles su testimonio y pidiéndoles que intercedan ante el Señor para que nuestra vida siga cada día más los pasos de Cristo, muerto en la Cruz”.
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.