El 15 de agosto, fiesta de la Asunción, siempre se ha celebrado con solemnidad en todo el orbe católico, incluso mucho antes de que fuera proclamado como dogma el 1 de noviembre de 1950 por Pío XII (1939-1958). Al menos, hay referencias de dicha celebración desde el siglo IV, si buen esta fiesta fue recibiendo otros nombres como el de Recuerdo de la Virgen o la Dormición de la Virgen, hasta adoptar el definitivo de la Asunción.

Pues el 15 de agosto de 1769, para celebrar esta fiesta de la Virgen en Ajaccio (Córcega), María Leticia Ramolino (1750-1836), en avanzado estado de gestación, acudió a la iglesia. Pero no pudo llegar al templo, porque a mitad de camino sintió unos dolores tan intensos, que tuvo que volver a casa, donde poco después nació felizmente Napoleón (1769-1821).

Retrato de la madre de Napoleón en traje de Corte, pintado en 1813 por Robert Lefèvre (1755-1830)

Retrato de la madre de Napoleón en traje de Corte, pintado en 1813 por Robert Lefèvre (1755-1830)

 

Napoleón es precedente de nuestro mundo actual en distintas manifestaciones; su Código Civil o su modelo de Universidad solo son algunas de ellas. Pero sobre todo es el gran adelantado en considerar la religión como un hecho sociológico y por lo tanto, de acuerdo con esta equivocada consideración, controlable desde el poder. Y así han actuado y siguen actuando quienes consideran que el fin de la Historia es la grandeza del Estado o la unidad del partido, en lugar de que el hombre sea plenamente hombre, de que vuelva a Dios, que sea santo. Quienes así piensan entienden que lo que hay que hacer es cambiar la Iglesia para que no choque ni con el Estado ni con el partido y, en definitiva, subordinar la Iglesia al poder político. Y en esto fue un maestro Napoleón, que si aguantan la lectura de este artículo, verán que Napoleón tiene otra relación destacada con la festividad de la fiesta de la Asunción, además de haber nacido un 15 de agosto.

Liquidada la Revolución tras el golpe de Brumario (9 y 10-XI-1799), el general victorioso se impuso la tarea de la pacificación interior de sus dominios, en los que, sin duda, la política religiosa de los revolucionarios había provocado gravísimos conflictos en la nación que hasta entonces se reconocía a sí misma como fille aînée (hija primogénita) de la Iglesia. Pues bien, normalizar todo este estado de cosas fue el primer reto de Pío VII (1800-1823), al que Napoleón iba a prestar una colaboración interesada. Por su parte, Napoleón al comprobar que en Francia la mayoría de la población deseaba seguir siendo católica, por puro pragmatismo, paralizó la persecución religiosa con la esperanza de controlar posteriormente la influencia del clero en beneficio del Estado. De acuerdo con los esquemas de Bonaparte, no fueron las motivaciones religiosas sino su interés en aumentar su prestigio ante las potencias católicas lo que le movió a promover la pacificación religiosa de Francia y a restablecer relaciones con el Papa.

Napoleón, aunque bautizado, era un agnóstico y de hecho, no practicaba. Es cierto -según su propio testimonio- que le emocionaba la lectura de El Genio del Cristianismo y que se estremecía al oír el repique de las campanas de Rueil-Malmaison al toque del Ángelus. Pero ese sentimentalismo religioso es algo muy diferente a la fe. A su juicio, como él mismo declaró al Consejo de Estado, cualquier religión podía ser un elemento de utilidad para dominar a los pueblos: Mi política es gobernar a los hombres como la mayor parte quiere serlo. Ahí está, creo, la manera de reconocer la soberanía del pueblo. Ha sido haciéndome católico como he ganado la guerra de la Vendée, haciéndome musulmán como me he asentado en Egipto, haciéndome ultramontano como he ganado los espíritus en Italia. Si gobernara un pueblo judío, restablecería el templo de Salomón. Así es que como en 1800 debía conquistar la paz interior de Francia, y descartado que el arreglo pasase por un entendimiento con el clero juramentado, sus objetivos apuntaron hacia Roma; en consecuencia, inmediatamente después de la victoria de Marengo (14-VI-1800) inició las negociaciones para la firma de un concordato.

En los primeros días de julio, poco después de que Pío VII tomara posesión de la Ciudad Eterna, que le entregaron los napolitanos, y cuando en la corte papal se esperaba la inminente invasión de las Estados pontificios tras la victoria de Marengo, se recibió con una lógica sorpresa la propuesta de Napoleón. Por lo demás, las intenciones de Napoleón eran adecuadas al llamamiento que ya había hecho el Papa en su primera encíclica: Comprendan los príncipes y los jefes de Estado que nada puede contribuir más al bien y a la gloria de las naciones que dejar a la Iglesia vivir bajo sus propias leyes, en la libertad de su divina constitución.

Pío VII

Retrato de Pío VII, pintado por Louis David. Museo del Louvre

 

Una de las primeras medidas de Pío VII fue nombrar a Ercole Consalvi (1757-1824) cardenal y Secretario de Estado. Consalvi era diácono -nunca llegó a ser ordenado sacerdote- y aunque no era la persona mejor colocada para ese cargo, acabó demostrando unas cualidades excepcionales que le convirtieron en el gran colaborador de Pío VII durante todo el pontificado. De este modo, el papa pudo desentenderse de las ineludibles gestiones políticas a las que está obligada la Santa Sede, para centrarse en las cuestiones más específicamente doctrinales y pastorales. Las cualidades de Consalvi puestas al servicio de la Iglesia sobresalen aún mucho más si se considera que en esos años tan difíciles defendió sus derechos y sorteó las presiones políticas frente a personajes dispuestos a hacer lo que fuera por colocar a la Iglesia a su servicio, aún a costa de desvirtuar su misión espiritual. Consalvi supo sustraer a la Iglesia del sistema napoleónico y mantuvo la misma actitud respecto a las potencias de la Santa Alianza a partir de 1815. Y lo hizo con elegancia, porque su participación en el Congreso de Viena fue juzgada como intachable por todos los diplomáticos allí reunidos. Castlereagh (1769-1822) -representante inglés- llegó a manifestar con admiración: Es el maestro de todos.

Consalvi

Retrato de Ercole Consalvi (1757-1834), pintado por Thomas Lawrence, 1819

 

Su primer gran éxito consistió en rematar las largas y difíciles negociaciones en París para que se pudiera llegar a la firma del Concordato (15-VII-1801). Si el concordato tenía una importancia capital para la vida interna de los católicos franceses, era todavía mucho más lo que representaba. Por primera vez, la Iglesia llegaba a un acuerdo con un régimen surgido de la revolución, lo que ponía de manifiesto que la Iglesia no estaba necesariamente vinculada a ningún régimen político y que su objetivo no era otro que la salus animarum (salvación de las almas). Fue un auténtico mentís a la prensa que juzgó que, con el Antiguo Régimen desaparecía también la Iglesia, la misma prensa que había anunciado la muerte del Papa anterior en los siguientes términos: Pío VI y último. El Concordato de 1801 fue igualmente el primero de toda una serie de acuerdos que se firmaron posteriormente con varios Estados. Y significó, al mismo tiempo, el reconocimiento por parte de la Iglesia de aquellos valores de los cambios revolucionarios que, aunque diferentes y contrarios al sistema del Antiguo Régimen, no atentaban frontalmente contra el depósito de la fe.

El concordato de 1801 con Francia venía a sustituir al suscrito en 1516 y, salvo pequeñas interferencias, estuvo vigente hasta la ley de Separación de Émile Combes (1835-1921) de 1905. El Estado francés declaraba al catolicismo no como la religión del Estado, sino como la religión de la mayoría de los franceses; el papa por su parte reconocía la República. Pío VII renunció a reclamar los bienes eclesiásticos que habían sido vendidos durante la Revolución como bienes nacionales y en contrapartida, Bonaparte se comprometió a asegurar la subsistencia del clero mediante una remuneración decorosa a los obispos y a los párrocos. Uno de los acuerdos fundamentales tenía que hacer referencia, por fuerza, a la situación de los obispos franceses. En adelante serían nombrados por el primer cónsul y naturalmente, investidos por el papa. Y en cuanto a la situación anterior, dado que los obispos juramentados habían ocupado las sedes de los prelados legítimos que habían tenido que emigrar por defender su fe, se acordó que tanto unos como otros renunciaran. Pío VII logró la dimisión de todos los legitimistas, salvo un pequeño grupo de la región lionesa que dio lugar al cisma llamado de la ‘Pequeña Iglesia’; Bonaparte tuvo más facilidades para cesar a los obispos juramentados, si bien es cierto que en las nuevas propuestas de obispos presentó al Papa como candidatos a doce de los antiguos obispos juramentados. De momento, Pío VII tuvo que ceder y aplazar la solución; más tarde, en 1804, su presencia en París con motivo de la coronación serviría, entre otras cosas, para liquidar esta cuestión. En cualquier caso, la renovación del episcopado francés diluyó las tendencias galicanas, de las que estaban afectados no solo los obispos juramentados, sino también los legitimistas.

Y en cuanto a las cesiones que las dos partes tuvieron que hacer respecto a la situación anterior, Napoleón perdía su Iglesia juramentada, y por su parte, el papa no pudo restaurar las órdenes religiosas ni impedir el laicismo del Estado de la legislación francesa.

Pronto surgieron las críticas al concordato en el entorno político de Napoleón, tanto Talleyrand (1754-1838) como Fouché (1763-1820) consideraban que habían sido excesivas las concesiones hechas a los católicos. Para aplacarlos y de un modo unilateral, Napoleón publicó el concordato (8-IV-1802), conocido en Francia como Convención de 26 de Mesidor del Año IX, junto con los “77 Artículos Orgánicos”, inspirados y en parte, copiados al pie de la letra de la declaración galicana de 1682. Era todo un preludio sintomático de los planteamientos napoleónicos en los que la religión debía subordinarse al engrandecimiento del Estado, ya que en la consideración de Bonaparte la religión solo era un fenómeno sociológico y por lo tanto, susceptible de ser controlado políticamente. De nada sirvieron las protestas de Pío VII, que de nuevo tuvo que ceder para ganar tiempo con el fin de consolidar la nueva situación, tras la desaparición del cisma de la Iglesia juramentada. Cierto, que no eran pequeñas las cesiones del Pontífice, pero era igualmente verdad que se había avanzado muchísimo: el Papa pudo nombrar al cardenal Giovanni Battista Caprara (1733-1810) como legado a latere en París, que se convirtió en un nexo entre el Sumo Pontífice y el clero francés; en 1802 pudieron volver los sacerdotes emigrados que vinieron a paliar la escasez de sacerdotes de Francia y se inauguraba a partir de 1801 una tregua de paz religiosa en Francia todo lo defectuosa que se quiera, pero que al menos ponía fin al enfrentamiento de la etapa anterior.

Pero prosiguieron los cambios políticos en Francia. El 4 de mayo de 1804, el Tribunado modificó la Constitución del año X e instauraba el Imperio en la persona de Napoleón a título hereditario y concentraba en el emperador los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Bonaparte se apresuró y, sin esperar tan siquiera a que se pronunciase el Senado-consulto, manifestó a un estupefacto Caprara sus deseos de que el papa estuviese presente en su coronación. De inmediato, comprendió Pío VII la imposibilidad de negarse y sopesó las consecuencias que reportaría. Así pues, Consalvi se encargó de preparar la comprensión de las potencias europeas hacia esta decisión del papa, a la vez que luchó por conseguir las máximas seguridades por parte del Emperador en lo referente al protocolo y al desarrollo de los actos de la ceremonia. En contra de la tradición, el emperador no sería coronado por el papa, sino que Napoleón se autocoronaría y a continuación, él mismo coronaría a Josefina Beauharnais (1761-1814) de rodillas, como inmortalizó el cuadro de Louis David (1748-1825). Solo en un punto se mostró intransigente el Papa, al negarse que se incluyera en la ceremonia religiosa el juramento constitucional del soberano, que se realizaría después de haberse retirado el Pontífice mientras se despojaba de sus ornamentos en la capilla del tesoro. La ceremonia quedó fijada para el 2 de diciembre en Notre Dame de París.

Justo un mes antes de esa fecha, Pío VII salió de Roma. Previamente había tomado la precaución de dejar su abdicación al Secretario de Estado, para que la hiciese pública en el caso de que fuese hecho prisionero en Francia. Tanto durante el trayecto de ida como en el de vuelta, el Sumo Pontífice recibió sobradas muestras de sincero afecto por parte de las gentes sencillas. Cuando Fouché le preguntó por el viaje y cómo había encontrado Francia, Pío VII contestó: Gracias a Dios la hemos atravesado en medio de un pueblo arrodillado, lo cual no deja de ser un hecho realmente insólito en la cuna del galicanismo y una muestra de que a todas luces el galicanismo se debilitaba en Francia. En las recepciones oficiales no hubo un mal gesto, sino más bien todo lo contrario.

Poco duró la calma. En 1806, con el pretexto de unificar los manuales de la enseñanza de la religión, Napoleón ordenó publicar el Catecismo Imperial. El propio Emperador intervino personalmente en la redacción del Catecismo Imperial, único y obligatorio en todo Francia, con el fin de inculcar a los niños el respeto a su autoridad, la sumisión a su poder, el acatamiento de los impuestos y sobre todo, la fidelidad al reclutamiento, puntos todos ellos que se incluyeron en la redacción del cuarto mandamiento con una extensión abusiva. Por otra parte, un decreto de 19 de febrero de 1806 fue aún más lejos, al instaurar la fiesta de San Napoleón, santo hasta entonces desconocido, al que se le asignó la fecha del 15 de agosto para su celebración, desplazando así la festividad de la Asunción de la Virgen. La tensión estaba llegando a un punto máximo. Tras las batallas de Jena y Auerstedt (14-X-1806), Napoleón entraba en Berlín. Sometidos los aliados de Gran Bretaña, solo faltaba dominar a Inglaterra. Ante la imposibilidad de hacerlo por las armas, se propuso hundirla económicamente por lo que decretó el bloqueo continental -Decretos de Berlín (21-XI-1806) y Milán (17-XII-1807)- de modo que las manufacturas de las industrias inglesas no pudieran tocar puertos europeos. Acatado el bloqueo en los países sometidos o aliados, para que fuera realmente efectivo Napoleón tenía que imponerlo por la fuerza en los países neutrales, y ese era precisamente el status internacional de los Estados Pontificios.

De entrada, en noviembre de 1806 Napoleón manda a sus tropas ocupar Ancona y exige al Papa que expulse de Roma a todos los ciudadanos de las naciones que están en guerra contra Francia, a lo que Pío VII se niega, así como a colaborar en el bloqueo contra Inglaterra. Tampoco separó a Consalvi de la Secretaría de Estado como había solicitado el emperador. El enfrentamiento ya es abierto y los ejércitos franceses ocupan los territorios del Papa. A principios de enero de 1808 invadieron el Lacio, la única provincia pontificia libre todavía. Un mes después, el 2 de febrero, las tropas francesas del general Miollis (1759-1828) entraron en Roma y desarmaron a las tropas pontificias, que tenían órdenes expresas de Pío VII de no resistir, y ocuparon el castillo de Sant’Angelo. Un cuerpo de ejército rodeó el palacio del Quirinal, residencia del papa y se colocaron diez cañones apuntando hacia las habitaciones del Pontífice. A partir de entonces, Pío VII es de hecho un prisionero en su palacio y el gobierno de los Estados pontificios pasa a los franceses.

A partir de entonces los hechos se precipitaron. Un decreto de 10 de junio de 1809 declaró a Roma ciudad imperial libre y desposeyó a Pío VII de todo poder, a lo que el papa respondió con una bula (11-VI-1809) castigando con la excomunión a quienes se comportasen violentamente contra la Santa Sede. La orden de Napoleón de apresar al papa fue fulminante, así es que en la madrugada del 5 al 6 de julio, el general Etienne Radet (1765-1825) tomó el palacio del Quirinal, las tropas asaltaron sus muros y derrumbaron las puertas. Radet encontró al papa en su escritorio, sentado y vestido con roquete, y le ordenó que renunciase a su soberanía temporal. Ante su tajante negativa, media hora después fue hecho prisionero y en coche cerrado acompañado solo por el cardenal Bartolomeo Pacca (1756-1844) fue conducido fuera de Roma. No se le dejó coger ni su hábito, ni su ropa interior y mucho menos dinero. Solo un pañuelo por todo equipaje.

Pío VII, además de la humillación y el sufrimiento moral, se encontraba enfermo. Padecía disentería y con el mal estado del camino se le desató una crisis de estangurría. Radet que se sentía orgulloso de tenerle “enjaulado” no consintió ni en aminorar la marcha, ni en multiplicar las paradas. Para agravar más la situación, el coche volcó en una curva y se rompió cerca de Poggibonsi; prosiguieron inmediatamente con otro vehículo requisado sobre la marcha hasta llegar a Florencia, de aquí a Grenoble, para bajar después por Aviñón, Arles y Niza, hasta llegar a Savona. El viaje había durado cuarenta y dos días, casi ininterrumpidos, hasta llegar a esa última ciudad, donde permaneció tres años. Pío VII se comportó en Savona como un prisionero: rehusó a los paseos y a la pensión asignada, cosía el mismo su sotana y repasaba los botones, vivió entregado a la oración y a la lectura sin poder dirigir la Iglesia. En expresión suya vuelve a ser el pobre monje Chiaramonti. Por otra parte, mientras mantiene aislado al papa, Napoleón ordena trasladar los archivos vaticanos a París, convoca a los cardenales y a los superiores de las órdenes religiosas y acondiciona el arzobispado de París para residencia de Pío VII, pues en su proyecto el papa y el emperador deben residir en la misma ciudad.

Traslado archivos vaticanos a Francia

Traslado a Francia de la Biblioteca y de los Archivos Vaticanos. Museos Vaticanos

 

El 9 de junio de 1812 se ordena el traslado de Pío VII de Savona a Fontainebleau. Fue allí donde tuvo lugar el encuentro personal con Napoleón a lo largo de varios días, desde el 19 al 25 de enero de 1813. A solas con él y por medios desconocidos, algunos afirman que Napoleón llegó a la agresión física, consiguió su firma en un documento en el que además de renunciar a los Estados Pontificios a cambio de una renta de dos millones de francos, cedía ante la fórmula propuesta sobre las investiduras. La posterior retractación del papa consiguió que Napoleón no lo pudiera sancionar como Ley Imperial. La marcha de la guerra acabó por facilitar la liberación de Pío VII. Cercada Francia por los aliados, un decreto imperial autorizaba a Pío VII el regreso a Roma, a donde volvió el 24 de mayo de 1814.

Piazza Venezia

Piazza Venezia. Al fondo, el Palacio Bonaparte, donde murió la madre de Napoleón

 

Palacio Bonaparte

El Palacio Bonaparte, donde murió la madre de Napoleón, María Leticia, en 1836

La derrota de Waterloo (15-VI-1815) supuso para Napoleón y su familia un comprensible repudio en todas las Cortes de Europa, por lo que contrasta todavía más la actitud que mantuvo Pío VII hacia su antiguo carcelero, al que, a pesar de lo sucedido, siempre le reconoció que hubiera hecho posible la firma del Concordato de 1801. Napoleón fue confinado en Santa Elena hasta su muerte en 1821. Cuando el Papa tuvo noticias de que reclamaba un sacerdote católico, Pío VII intervino para que le acompañara en su confinamiento el abate Vignoli, que como el desterrado también había nacido en Córcega. Tras la caída del Emperador, Pío VII también protegió en Roma a su madre, María Leticia, por lo que pudo instalarse en su palacio de Piazza Venezia, donde moriría en 1836.

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá