En varios artículos de semanas pasadas he expuesto mis argumentos para demostrar la inconsistencia del comunicado que, en su día, publicó el arzobispado de Tarragona, para justificar la presencia del vicario de esta diócesis en un acto organizado por los comunistas, en el que pidió perdón en nombre de la Iglesia por no se sabe qué delitos.

La verdad es que esperaba una rectificación de monseñor Planellas o, que en caso de que este no lo hiciera, del presidente de la Conferencia Episcopal Española, monseñor Luis Argüello, no tanto por darme la razón, porque eso me importa un bledo, sino por salvar el honor de una generación de católicos, laicos y sacerdotes, a los que se les denigra injustamente en el siguiente párrafo de dicho comunicado del arzobispado de Tarragona: “la Iglesia Católica, maltrecha humana y patrimonialmente por el conflicto bélico y social, esperaba restablecer todo lo que había perdido y, salvadas honestas excepciones, hipotecó su libertad de acción pastoral a cambio de una protección que la llevó a silenciar lo que el Evangelio reclamaba”. En todo caso, fue al revés y solo fueron excepciones muy contadas las que no supieron estar a la altura que exigía su fe.

¿Tanto les cuesta pedir perdón y decir que se han equivocado a monseñor Planellas y al presidente de la Conferencia Episcopal Española, monseñor Argüello? ¡Pero si cada dos por tres los obispos piden perdón por los asuntos más inverosímiles de épocas muy pretéritas! ¿Pero, qué perdones…?, perdones que son toreo de salón. ¡Si es que son unos valientes! He escrito desde hace más de un mes sobre el dichoso comunicado del arzobispado de Tarragona, para dar tiempo a una reacción, pero a la vista de que están en la postura del “sostenella y no enmendalla”, voy a dar solo algunos datos que ponen de manifiesto la ejemplaridad y el heroísmo de esa generación a la que el arzobispado de Tarragona ha arrastrado, injustamente, por el lodazal.

¿Tanto les cuesta pedir perdón y decir que se han equivocado a monseñor Planellas y al presidente de la Conferencia Episcopal Española, monseñor Argüello? ¡Pero si cada dos por tres los obispos piden perdón por los asuntos más inverosímiles de épocas muy pretéritas!

Los sacerdotes de la postguerra fueron los seminaristas que cursaron sus estudios durante la Segunda República y que reemplazaron a los miles de sacerdotes que fueron asesinados por los socialistas, los comunistas y los anarquistas. Y sin duda, esta generación de seminaristas fue ejemplar, unos derramando su sangre por la fe y otros viviendo heroicamente durante el conflicto armado. Veamos un comportamiento de cada una de estas dos situaciones.

Juan Duarte Martín nació el 12 de marzo de 1912 en Yunquera (Málaga). Su padre era un campesino que vivió con estrecheces por las pocas tierras que tenía y los seis hijos que alimentar. Ingresó con trece años en el seminario de Málaga en 1925. Su vocación sacerdotal era clara y decidida, pues a pesar de que le aconsejaron que, después de la quema del obispado y de las iglesias de Málaga en mayo de 1931, además con el obispo refugiado fuera de la diócesis, retrasara su incorporación hasta que se tranquilizara su situación, Juan Duarte volvió. Por cierto y ya que el comunicado del arzobispado de monseñor Planellas calumnia a aquella generación de la que dice que hipotecó su libertad y silenció el Evangelio a cambio de la protección del régimen de Franco, le convendría saber al arzobispo de Tarragona y a su vicario que el seminario de Málaga, desde 1931, atravesó una situación económica muy mala, en la que los seminaristas, los fututos sacerdotes de la postguerra, aceptaron vivir bajo el lema que les había propuesto su santo obispo, Manuel González (1877-1940): “Espíritu Santo, concédenos el gozo de servir a la Madre Iglesia de balde y con todo lo nuestro”.

Pero regresemos a la vida de nuestro mártir. Los superiores del seminario de Málaga calificaron el comportamiento de Juan Duarte de ejemplar. En 1935 recibió el subdiaconado y el 6 de marzo de 1936 fue ordenado de diácono. La guerra le sorprendió en casa de sus padres, donde fue detenido el 7 de noviembre de 1936. Fue encerrado en el calabozo municipal, junto con otros dos seminaristas, Miguel Díaz y José Merino, de donde fueron trasladados a la localidad de El Burgo, que distaba 9 kilómetros. Allí, por la noche, fueron asesinados sus dos compañeros. Sin embargo, a Juan le llevaron a Alora, donde durante ocho días iba a sufrir un terrible calvario.

Le dieron palizas diarias, le metieron astillas debajo de las uñas, le aplicaban corriente eléctrica en los genitales y le paseaban por Alora dándole bofetadas y burlándose de él. Junto a los tormentos físicos sufrió también todo tipo de vejaciones psíquicas. Uno de sus carceleros, apodado el Chato, introdujo en el calabozo de Juan a su novia, conocida como “La Nona”, con la intención de seducirle, para acusarle después de haberla violado. Pero Juan resistió, por lo que, furiosos los milicianos por el fracaso de su diabólico intento, argumentando que como “no le servían para nada” le cortaron los testículos con una navaja de barbería y se los entregaron a la Nona, que los paseó por Alora como un triunfo. Por fin, el 15 de noviembre le llevaron a las afueras de Alora, por debajo de la barriada de la Estación, y en el arroyo Bujía le tumbaron en el suelo, le abrieron el vientre, llenaron esa cavidad con gasolina y prendieron fuego. Mientras así le torturaban, estas fueron sus últimas palabras: “Yo os perdono, que Dios os perdone. ¡Viva Cristo Rey!”. Juan Duarte fue beatificado el 28 de octubre de 2007 por el papa Benedicto XVI (2005-2013).

Procesión del beato Juan Duarte de 2021 en Yunquera (Málaga). Así le aclaman y le aplauden las gentes sencillas del pueblo que vio nacer al mártir Juan Duarte.

Segunda situación: los seminaristas que sobrevivieron. Del seminario de Barcelona, además de su rector fueron asesinados ocho sacerdotes que eran profesores y otros tantos seminaristas. Pero los que lograron sobrevivir se las ingeniaron de mil maneras para seguir viviendo en un “seminario clandestino”. Como la institución deportiva y cultural de los Boys-Scouts estaba tolerada y se dedicaba a prestar servicios benéficos en los frentes y en los hospitales, algunos de ellos se inscribieron en los Boys-Scouts, lo que le sirvió para hacer de enlaces entre los seminaristas que estaban ocultos, para llevarles la comunión y ayuda espiritual.

Fueron capaces incluso de hacer reuniones en el monte que, aunque oficialmente eran excursiones de montañeros, en realidad se aprovechaba hasta para hacer un retiro espiritual. Esto es lo que cuenta una crónica de entonces de una de estas reuniones celebrada en la montaña de San Ramón, cerca de San Baudilio de Llobregat (Barcelona): “El punto de cita eran los alrededores de la estación. El lugar escogido para el retiro distaba una hora. Durante el camino, Mn. Romañá, apóstol infatigable, confesaba.

Llegados a sitio a propósito, solitario y resguardado a miradas ajenas, en humilde corporal, extendido encima de una piedra, el celoso sacerdote depositó el Sacratísimo Cuerpo de Jesús Eucaristía, que iba a presidir aquel retiro de sus seminaristas y que poco después albergarían en sus almas.

Se rezó el Pange lingua y la visita a Jesús Sacramentado. Seguidamente unos puntos de meditación. Silencio. El murmullo de la brisa al pasar por entre los pinos. El canto de un ruiseñor. Adoración de la Naturaleza.

El santo Rosario. Examen de conciencia, bajo la pauta de unas normas compuestas por Mn. Romañá, adaptado a las circunstancias de aquellos días. Seguidamente comunión fervorosa; acción de gracias, rezo del Tantum ergo y la bendición con el Santísimo. Uno de los seminaristas hizo una plática, terminando el acto con la práctica del Via Crucis, durante el descenso del monte.

Tarde de consuelo, de refrigerio, de aumento de nuevas fuerzas para mantener firme e incólume el gran ideal de la vocación al sacerdocio, a pesar del trepidar furioso de la vesania persecutoria”.

Y tercera situación, la clave para que exista una sociedad cristiana: ni planes pastorales, ni conferencias episcopales, ni sínodos que los fundó, con obispos santos, buenos pastores en las parroquias y familias cristianas es más que suficiente. Veamos el comportamiento de la madre de José Manzano Gracía-Fogeda, un sacerdote toledano que ha cumplido los 92 años.

La primera lección que dio Eloísa fue la de no desvelar nunca a los suyos el nombre de quien mató a su esposo, para que no hubiese venganzas ni rencillas con esa familia

La información procede de Jorge López Teulón que, según dice, don José Manzano tuvo a bien permitirle recogerla en este libro: La persecución religiosa en la Archidiócesis de Toledo, 1936-1939. Tomo tercero. Vicarías de La Mancha y de la Sagra [páginas 336-337]. Un libro, por cierto, que se puede consultar en la red sin necesidad de comprarlo. Así es López Teulón: listo como el hambre, trabajador incansable y generoso hasta decir basta. Les copio lo que ha escrito López Teulón de esta santa mujer, la madre de don José:

“Cuando estoy terminando de escribir este tercer tomo, cojo el teléfono para hablar con el sacerdote diocesano José Manzano García-Fogeda que, Dios mediante, en unos meses cumplirá 91 años… regresa con su coche de celebrar misa en la parroquia. Para todos es Pepe Manzano y reside, desde su jubilación, en su pueblo natal de Los Yébenes. Es tío del actual párroco de Consuegra, José Manuel Pastrana Manzano. Una vez más, frutos martiriales.

Quiero escuchar de nuevo, como hace más de una década, en voz del protagonista, la lección de perdón cristiano que una recia mujer viuda por culpa de la guerra, dio a su querido hijo recién ordenado sacerdote.

José Manzano Carpio tenía 48 años, regentaba una ferretería en el pueblo y, según nos explica la Causa General, había sido concejal en los años 1935 y 1936. Su esposa, ahora nuestra protagonista, se llamaba Eloísa García-Fogeda. Habían tenido cinco hijos. José tenía cuatro años cuando su padre fue asesinado. Era el 27 de agosto de 1936. Sucedió en el término de Orgaz y la causa fue por arma de fuego.

La primera lección que dio Eloísa fue la de no desvelar nunca a los suyos el nombre de quien mató a su esposo, para que no hubiese venganzas ni rencillas con esa familia.

La segunda lección se prolongó en el tiempo. Tras la contienda, Pepe ya tenía sus siete años y Eloísa le encomendaba llevar de vez en cuando alimentos o alguna cosa necesaria, a la casa de un joven enfermo de tuberculosis.

Cuando regresaba a casa, la madre le preguntaba a su hijo:

- ¿Qué te ha dicho? 

El niño siempre traía en sus labios la misma respuesta:

-Nada, se ha echado a llorar.

En nuestra conversación telefónica, me lo vuelve a explicar como si no hubiese pasado el tiempo…

Pepe, llamado por Dios, se fue al seminario y tras realizar sus estudios, recibió la ordenación sacerdotal el 18 de septiembre de 1954, meses antes de que concluyese el primer Año Mariano que convocó Pío XII.

La última escena tiene lugar la noche de su ordenación sacerdotal… Su madre se dirige a su habitación, con la excusa de arroparle como cada noche, para rezar. Sentada en su cama le dice:

-Hijo mío, ya eres sacerdote, sabrás perdonar.

- ¡Madre! -le dijo Pepe-, los sermones los echaré yo, no tú…

Entonces ella le dijo quién era el que mató a su padre y salió de la habitación.

El testimonio de Eloísa resulta aún más fuerte cuando su hijo sacerdote nos explica que a su madre le negaron el saludo y la palabra algunas familias del pueblo, por no haber denunciado a quienes habían matado a su marido. Sabían que ella lo sabía, pero ella se mantuvo siempre en la postura de no denunciarlos.

Entrevista de Don José Manzano en el programa Crónica de la Iglesia, en la que cuenta lo que pasó con su padre y el comportamiento de su madre. (Ver desde el minuto 13)

Cuando llegó la hora de morir de aquel a quien madre e hijo habían asistido, Pepe llevaba ya más de tres años de sacerdote, y pudo asistirle e incluso estar presente en la hora de su muerte. El hijo aprendió con creces la lección de la madre.

Nuestro querido Pepe resalta que el perdón de su madre no fue solo una aceptación resignada del asesinato de su marido, como habían sufrido muchas otras mujeres, sino que fue un auténtico perdón cristiano, en el que no solo se resignó y aceptó el hecho sin rencor, sino que quiso positivamente hacer el bien a quien ella sabía que había matado a su marido.

Creo que este último aspecto -que a Pepe le emociona- es especialmente expresivo del perdón cristiano, que no solo limpia la ofensa y pasa la página, sino que redime y reconstruye al ofensor.

Los mártires dieron su testimonio; tras estos tres tomos, es evidente. Pero no menos heroico fue el perdón cristiano que padres, esposas, hermanos… nos dieron -y al recordarlos seguimos actualizándolos- para recordar lo que Cristo nos enseña en el Evangelio: - No siete veces, si no hasta setenta veces siete”.

 

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.