Ante el pisotear del caballo
la gente se detiene y aparta,
mirando a quienes míseros condenados,
sudan, jadean, bajo su negra carga.
Uno, a cada paso siente
no tener fuerzas para el siguiente,
los otros más seguros parecen.
Extenuado por la terrible noche,
por los palos, bofetadas y el flagelo;
desfigurado por la sangre, el sudor,
y el esfuerzo de este último trabajo:
¡no es el joven animoso que días atrás
purificaba la cueva del Templo,
con el látigo!
El hermoso rostro, otrora iluminado,
el dolor y su contracción lo han deformado;
rojos los ojos de llanto contenido,
en las fosas de las órbitas, se han escondido.
Las espaldas laceradas por las varas,
las vestiduras pegadas a las llagas,
aumentan el martirio ya sufrido;
las piernas sintiendo la fatiga,
más que el resto de sus miembros,
se doblan al peso de la cruz y de su cuerpo.
¡Cuántos golpes sus carnes han recibido!
De Judas su beso, las ligaduras de las manos,
las amenazas de los jueces, sus calumnias,
la huida de los que se decían amigos.
De los guardias las injurias, los salivazos,
los ultrajes de los legionarios,
la cobardía de Pilatos, y de muerte, los gritos.
Y aquel ir con la cruz a cuestas
entre sonrisas y desprecios,
de aquellos a quienes Él ama: su pueblo.
Y es inmenso el dolor que le produce,
la exclamación que otros inocentes oirán:
¡Merecido lo tendrá, lo llevan a crucificar!