Pigmalión, de Jean-Baptiste Regnault de 1786, Museo Nacional del Palacio de Versalles
No podía disimular mi impaciencia, y mientras
manoseaba las tabas de la suerte, acuciaba
a Kolaios para adelantar la visita al sarín Narbaal.
A media mañana, tras un grupo de acemileros,
y su recua de asnos cargados de sacos, Kolaios,
me condujo a la factoría de su consocio;
un noble de estirpe real y de gran influencia,
que la compañía más acaudalada de Tiro, regía,
con la que amasado un fortuna ingente, había.
El Cedro de Seir y su emblema, un árbol,
encerrado en un sello cuadrado dorado,
en multitud de artículos se distinguía.
Fenicios que saldaban en puertos y mercados
del mar conocido, así como enseña en velas
fenicias, que navegaban el mar interior.
Narbaal, hombre de impacientes ademanes,
trenzada barba, nariz ganchuda, y en el pómulo
una verruga que deformaba su afilado rostro.
En este mar, no hay marino que no narre
con evidentes celos, el viaje de Kolaios
al Edén de las Hesperides, y ante mi tengo
a un amigo y socio, que es leyenda viva.
Las dulzuras de tu tierra, deseo que me describas.
Así es, Narbaal, contesté, y te saludo con un canto
que aprendí en Gadir: “ El ébano y la plata,
las garzas de nevado marfil, de Tiro su Dama,
la que en pedestal de bronce se yergue,
para Astarté, la que escucha mi voz agradecida”.
Recité en un sidonio perfecto; este canto
lo escuché en la noche más inolvidable que viví.
El sufete Zakarbaal con su amistad me honra,
y el sarín Milo, come en mi mesa, y me estima.
*Del poemario inédito Tartessos