El rey, devoto de la astral deidad, 
del que emanaba una serena aura,
a las alturas alzó sus brazos,
y con una plegaria invocó a la diosa,
rogando para su pueblo y para sí
abundancia de bienes y paz:
“Madre de la Luz Incierta, tu servidor,
guía por tu voluntad de la tartéside nación,
¡Oh, hija de la Tierra! tu favor ruega”.
 
Sobre el sagrado recinto se abatió
un sepulcral silencio, y de entre el velo
nebuloso de sahumerios, surgió
la figura de la pitonisa del oráculo,
y cuanto la rodeaba palideció
ante su presencia subyugante.
 
De formas armoniosas, y ondulante
como un tallo recién florecido,
la piel, con el color del ébano,
de la tonalidad de las etíopes.
Dominando la escena, y aquietados
sus ojos negros y puros, su mirada,
inundaba la atmosfera de enigmas,
al sentarse sobre el regio trípode.
 
Mano profusamente de anillos adornada, 
al rey, le reveló con voz dulce y sedosa
como si fuera el caramillo de un rapsoda.
Rey, de la Madre predilecto,
de los toros sagrados protector,
 y de la nave tartéside nauta, 
hacia el Ocaso surcas las aguas,
el mensaje inapelable escucha
de la luminosa creadora:
 
“De Tiro palidecer siento su estrella,
y tornarse en polvo sus riquezas.
Sus hijas se baten en los mares,
con los navegantes de la Hélade.
De amar a todas las naciones no trates,
¡Oh tu Soberano de la Plata!
pues aunque el destino de Tartessos
fue servir de crisol y refugio de pueblos,
ante el fruto de Pigmalión has de arrodillarte.
 
En las noches en que la luna engendra,
y el sacro Vaso Tarssii recibe 
una medida de blanca arena, 
cuando se colme el vaso de ella, 
y el último rey tartesside, llegue
a reunir a las tres hespérides,
y de las divinas manzanas gustado,
que ellas con amor le entreguen,
el fin de Tartessos habrá expirado”.   
      
Y al iniciarse del sol el ocaso,
en las quebradas nubes, Ígneos 
reflejos de rojo sanguinolento,
Argantonio se dirigió pausado
a la desierta colina del Abas.
Solo, frente a las luces distanciadas
de la ciudad, en sus fuegos iluminada,
ante el cordón de arenosas dunas,
y el anchuroso mar, donde los caminos
del día bordean los de la noche,
lloró amargamente.
 

*Del Poemario inédito Tartessos