El Museo de las Ciencias de Valencia es algo digno de verse. Los chavales se lo pasan bomba apretando botones y algunos incluso se leen el significado de los apretones, el tic de la civilización moderna. Otros practican deportes científicamente medidos, y quien más quien menos se preocupa por su salud, especialmente por su obesidad, utilizando las modernísimas básculas que tantos disgustos reparten por el mundo. Y como todo museo de ciencia, ha convertido la teoría de la evolución en un dogma científico y se nos muestra con un tinte verde, ecologista, medioambientalista y algún otro ista que, en este momento, no recuerdo. Pero, en pocas palabras, el asunto merece la pena. Divertir instruyendo es nuestro lema, y en el Museo de las Ciencias te puedes pasar horas apretando botones: todo muy divertido.
Pero lo mejor, la atracción -perdón, la investigación- estrella es el simulador de trasbordador espacial. De la mano del astronauta español Pedro Duque, vives una aventura espacial en donde te trasladan a la estación espacial interracial, en tu correspondiente nave. Una gozada, oiga usted. Antes de entrar en materia, un vídeo de Pedro Duque donde, con más fina sutileza que volatilización, el astronauta nos explica la necesidad de que todos financiemos las investigaciones espaciales. Supongo que pocos visitantes pondrán reparos a financiar la investigación científica en el espacio, semillero de avances terapéuticos de todo tipo.
Y entonces, vino el susto. Duque se nos pone serio y nos advierte de que otro motivo para investigar en el espacio es buscar un planeta, digamos una segunda vivienda, que albergue a una humanidad condenada a cambiar de residencia por desahucio.
¡Caramba! El asunto se las traía. Y todos los turistas esperábamos una explicación de los pormenores o, al menos, una posibilidad, por remota que fuera, de salvación.
Llegó enseguida. El astronauta español nos explicó que existimos gracias al Sol (este detalle es importante) y que la estrella que nos proporciona luz y calor estaba condenada a la muerte. Los científicos -para eso pagamos sus investigaciones en el espacio, supongo- han fechado con todo rigor el óbito del astro rey para dentro de 3.000 millones años.
Dicho esto, les confieso que me entró como un gran sentido de la urgencia, una especie de reconcomio exterior, ansiedad, estrés. Entendí que había que comenzar a trabajar intensamente, con tozudez, sin perder un minuto, para encontrar, como en las malas películas de ciencia ficción, un nuevo planeta de acogida. No sé si 3.000 millones de años serán suficientes, pero no hay un minuto que perder.
Una exageración. Sin duda, pero muy habitual. Es la misma majadería de quien se empeña en no perder un minuto sin darse cuenta de que actuando de esa forma, pierde toda la vida.
Como los ecoprogresistas, que no pierden ni un minuto en amenazarnos con todas las tragedias, algunas de ellas incompatibles. Incluso desgracias telúricas incompatibles entre sí, catástrofes negadas por el sentido común y apocalipsis que contradicen la evidencia. Es como si a los ecoprogresistas les financiera el colegio de psiquiatras y los fabricantes de ansiolíticos.
En cualquier caso, sea usted precavido, sólo le quedan 3.000 millones de años. Y lo dice Pedro Duque, se lo dice la ciencia. Y dado que el astronauta español, por otro lado un tipo admirable, se ha convertido en uno de los vendedores del Tratado Constitucional Europeo, ya tengo otro motivo para votar NO en el referéndum del próximo 20 de febrero. Lo que demuestra que la confianza en Dios suele ser más consoladora que la ciencia, especialmente que los científicos cenizos.
Eulogio López