Las situaciones límite son el escenario en el que el ser humano se pone a prueba, mostrando sin filtros ni eufemismos lo que realmente es, tanto en su individualidad como en su pertenencia a una determinada sociedad. Cada individuo y cada colectivo funcionan de maneras distintas y, aunque el primero constituye al segundo, rara vez coinciden en su modo de comportamiento en la práctica vital.

España atraviesa días trágicos y extremos. Los ciudadanos han sido despojados de todo, algunos incluso de la propia vida; el Estado, con sus leyes y políticas, se enfrenta a sus propios límites; y los políticos son los últimos responsables de lo que ocurre, porque tienen en sus manos el destino de todos. Son ellos quienes, desde hace décadas, deciden lo que consideran mejor para nosotros, elaborando leyes que nos someten o nos excluyen de la legalidad de vivir en sociedad.

El reciente desastre de las inundaciones en Valencia ha expuesto las graves fallas del Estado español y la falta de previsión y eficacia de la clase política que lo dirige. Ha sido un despropósito político que ha sacado a la luz el caos y la mala praxis de quienes nos gobiernan, desde el Estado hasta las comunidades autónomas. En España, no elegimos a nuestros políticos, porque en España impera una partidocracia desde la que se nos imponen candidatos que debemos aceptar sin opción alternativa. Esto nos lleva a votar, con la nariz tapada, por partidos que pueden representar en parte nuestros intereses, pero cuyos líderes, muchas veces, no son más que figuras impuestas. Candidatos, tantas veces de bajo perfil profesional, incluso de dudoso curriculum vitae e inexistente comportamiento moral.

Nos encontramos atrapados en un sistema de castas políticas, financieras y mediáticas que nos arrastran hacia un rumbo que no deseamos, que ni tan siquiera ponen a nuestro servicio los mecanismos que pagamos desorbitadamente con nuestros impuestos, por no sé qué protocolos administrativos… ¿En serio…? ¿No valen más las vidas que meros trámites?

Evitaré dar nombres, pues todos los conocemos, y solo quiero escribir en un desahogo necesario y no hacer una lista de nombres que caerán en el olvido. Esos nombres, ya han sido suficientemente despreciados y señalados por la masa social enardecida y con razón, aunque lo hagan de forma desmedida en ocasiones. Sin embargo, queda claro que, una y otra vez, se aprovechan de nuestra tragedia -porque es nuestra, no de ellos-, para obtener rédito político, explotando el dolor, la ruina y la impotencia de los ciudadanos. Actúan con frialdad calculada o se refugian en la cobardía de la inacción. Se alinean con agendas globalistas y climáticas, y manejan la información en medios y redes sociales para dividir aún más a la sociedad.

Todo parece tener valor, menos lo que debería ser verdaderamente valioso: las personas y la sociedad misma, que lucha por sobrevivir ante la presión fiscal, las leyes vacías del sentido por el bien común y la distancia abismal entre los intereses partidistas y el bienestar de quienes votamos con la esperanza de un futuro mejor.

Pero no hay nada nuevo bajo el sol, al menos, en España. Hace cien años o más, Alexis de TocquevilleFriedrich Nietzsche y Fiódor Dostoievski supieron anticipar aspectos esenciales del futuro europeo, un futuro que ahora es nuestro presente. Y es que el materialismo ha sumido a la sociedad en un hedonismo nihilista que corrompe todos los ámbitos de la vida humana, especialmente a la política y al orden social, en la medida que depende de lo político. Vivimos en una sociedad vaciada de humanismo, reemplazado por ideologías y tecnologías absorbentes que terminan tiranizando al individuo en su actividad profesional y a su vida en común.

Pero además de los tres filósofos citados más arriba y de ideas tan dispares, existe un cuarto pensador, esta vez español, al que los europeos cultos han vuelto la mirada en diversas épocas por su extraordinaria capacidad de vaticinio, tras cada una de las grandes convulsiones políticas y sociales, aunque hoy no goce de la misma fama universal que los anteriores. Hablamos de Juan Donoso Cortés (1809-1853).

Los tiempos de Donoso Cortés, salvando las distancias en términos de avances científicos y tecnológicos, no son tan distintos a los de hoy. La naturaleza humana sigue siendo la misma, y se eleva o se degrada por las mismas razones. Donoso dejó escrito que «el destino de Europa estaría marcado por el despliegue en el tiempo del racionalismo, con un liberalismo inicial que sucumbiría ante el voluntarismo «democrático» de las masas, y este a su vez se diluiría en otro estadio, esta vez «socialista», centrado exclusivamente en el igualitario goce de los bienes materiales y en el bienestar. Una época narcisista y egocéntrica y, sobre todo atea, que finalmente daría paso al nihilismo, entendido este como un estado de disolución general». Es impresionante leer estas palabras 150 años después. Se trata, en esencia, de un “estado de disolución” que acaba derrumbando las piedras angulares de la fe y la confianza en la capacidad de unos pocos para mejorar la vida.

La sociedad necesita un reseteo importante y es obligación de los ciudadanos exigirlo como lo han hecho en Valencia, dando de lo suyo ante la mezquindad calculada del aporte legislativo.

Estado de disolución (Sekotia), de Elio Gallego. Europa y su destino, en el pensamiento de Donoso Cortés, es un libro profundo y revelador que invita a reflexionar sobre las consecuencias de cierto modo de hacer Estado, particularmente cuando se aleja del pensamiento cristiano. Les invito a escuchar la tertulia del pódcast Hablemos del mundo desde los libros, con la participación de Elio Gallego García -autor del libro-, Marcos López Herrador, José Barta Juárez y un servidor.

El principio de certidumbre (Almuzara), de Arash Arjomandi. En un mundo donde la incertidumbre parece ser el denominador común, el autor explora el enigma de nuestra época: la incesante sensación de desconcierto pese a la multitud de estudios y escuelas psicológicas que persiguen satisfacer este temor natural.

En busca de un mundo mejor (Erasmus), de Payam Akhavan. El autor fue fiscal de la ONU, a partir de su experiencia recorre algunas de las tragedias, la persecución religiosa en Irán, las guerras de limpieza étnica de la antigua Yugoslavia o el genocidio de Ruanda… Y analiza las limitaciones de la ONU señalando la actitud de los Estados, centrados en sus intereses estratégicos, como causa de esta ineficacia.