La muerte del papa Francisco ha generado un auténtico tsunami mediático. Todo lo que lleva la etiqueta Iglesia, inevitablemente, sacude al mundo. Y es lógico: la Iglesia es la institución más universal sobre la tierra. Como era de esperar, las informaciones han barrido para casa; es decir, no existe información pasiva. Cada análisis, cada titular, cada comentario, responde a un prisma ideológico. El subjetivismo informativo se impone, y con él, una batalla por el relato.

No cabe duda de que el pontificado de Francisco ha sido fuente de controversias. Pero quizá eso no debería sorprendernos: la Iglesia, cuando es fiel a su misión, incomoda. Su vocación no es la de agradar al mundo, sino la de anunciar el Evangelio, de rescatar al ser humano de su mundanización y guiarlo hacia su destino eterno. San Juan Pablo II lo hizo desde una evangelización valiente, con un carisma de fuerza que aún resuena en el alma de millones. Su “no tengáis miedo” marcó una generación de católicos que maduramos nuestra fe al compás de sus pasos firmes, durante uno de los pontificados más significativos de la historia moderna.

Benedicto XVI, por su parte, iluminó la fe con la luz de la razón. Su mirada penetrante sobre la deriva cultural de Occidente fue profética. Advirtió, con voz serena, pero firme, del relativismo que infectaba la conciencia contemporánea. Ambos papas supieron mantener con vigor la doctrina de la Iglesia, reforzaron los dogmas y ofrecieron al mundo una respuesta clara frente a la cultura de la muerte, el neoliberalismo sin alma, la polarización social y el desarraigo internacional.

Francisco pasará a la historia como el papa de la misericordia. Su predicación constante de este atributo evangélico ha sido una invitación a contemplar el rostro más humano de Cristo. Sin embargo, esa misericordia ha sido muchas veces malinterpretada. Muchos la han convertido en coartada para legitimar sus propias vidas sin conversión, haciendo de las palabras del papa un traje a medida de sus circunstancias. Porque el amor sin fe se convierte en mera filantropía, y la fe sin dogmas se disuelve en la nada. Aplicar la misericordia como bálsamo universal, sin el armazón firme de una doctrina clara, ha provocado una gran confusión dentro de la propia Iglesia. Y precisamente esa confusión será una de las marcas que acompañarán el recuerdo de Francisco.

Mientras que sus predecesores confrontaron al mundo para recordar su pecado, Francisco ha generado un discurso que ha confrontado a los propios católicos, desdibujando en ocasiones las certezas doctrinales que sostienen la fe. El resultado ha sido una tensión interna, una Iglesia en busca de equilibrio entre apertura y fidelidad.

Ahora bien, no nos corresponde a nosotros juzgar sus acciones. Como católicos, tenemos el deber de amar al Papa, sea quien sea, porque representa a Cristo en la tierra. Lo amamos por lo que es y por lo que significa, aunque el mundo no quiera reconocerlo.

El siguiente paso natural es la elección del nuevo Papa. Los medios se apresuran con sus quinielas, aplicando una lógica puramente política: progresistas contra conservadores, como si estuviéramos en una elección parlamentaria. Pero quien así razona, desconoce (o desprecia) la naturaleza divina de la Iglesia. La Iglesia no se rige por categorías sociológicas. La gobierna Dios. Cristo es su fundador. Y el Espíritu Santo sopla en el cónclave más allá de las intenciones humanas. La Providencia obrará, como siempre lo ha hecho, para concedernos el pastor que más convenga al momento histórico que vivimos.

Francisco abrió las puertas a quienes estaban lejos: los no creyentes, los marginados, los heridos por la vida. Fue obediente al mandato de su Maestro: «Id al mundo y predicad el Evangelio». Pero ahora llega el tiempo de la siembra profunda. Las aguas están revueltas, agitadas por el caos moral y la pérdida de sentido. Todos aquellos que se acercaron gracias a la misericordia predicada por Francisco, tienen que saber que estamos llamados a la perfección de santidad, no solo sentirse bien porque son acogidos misericordiosamente.

Esperanza. La autobiografía (Paza & janés) Papa Francisco. Se trata de la primera autobiografía publicada por un papa en vida. En ella, Francisco recorre su historia personal desde sus raíces familiares hasta el presente, con honestidad, emoción y sentido del humor. El libro combina memorias, testimonio espiritual y reflexión sobre temas clave como la guerra, las migraciones, el medioambiente, la mujer o el futuro de la Iglesia. Escrita a lo largo de seis años, esta obra íntima se presenta como un legado de esperanza para las generaciones futuras.

Los papas que marcaron la historia (Almuzara) Luis Jiménez Alcaide. A lo largo de veinte siglos, la historia del papado ha estado marcada por pontífices santos, sabios y mártires, pero también por figuras controvertidas y escandalosas. Entre los 264 papas, hubo héroes espirituales y personajes oscuros, víctimas de violencia, exilio o muerte misteriosa. Esta obra divulgativa recoge anécdotas sorprendentes, leyendas ocultas y momentos clave del papado, ofreciendo un retrato vívido de aquellos que, entre luces y sombras, influyeron decisivamente en el destino de la Iglesia y del mundo.

Historia de la confianza en la Iglesia (Rialp) José Carlos Martín de la Hoz. La historia ofrece claves para comprender al ser humano y la lógica profunda de la confianza. Mirar al pasado, especialmente en tiempos de crisis, nos ayuda a afrontar el futuro con esperanza. La confianza se proyecta hacia adelante, pero se nutre del recuerdo. José Carlos Martín de la Hoz, teólogo e historiador, explora esta idea en su investigación sobre fe e historia. Autor de obras como *Inquisición y confianza* o *Historia de la Iglesia en España*, es referente en estudios sobre religión e identidad.