'Los presos del Valle de los Caídos', un libro que describe la realidad, porque el Valle de los Caídos no es lo que nos han contado
«Calumnia que algo queda», parece ser la máxima de los detractores del Valle de los Caídos, entregados a esa tarea desde hace ya bastantes años; el proceso se intensificó con Zapatero y su ley de Memoria Histórica; esa misma que su sucesor -en varios aspectos, no solamente en el cargo-, Pedro Sánchez, quiere “perfeccionar” mediante la llamada ley de Memoria Democrática. Con dos finalidades: consumar, después de haber profanado su tumba, la denigración del que fuera Jefe del Estado, Francisco Franco; y silenciar a cualquiera que conserve una memoria lúcida o haya adquirido conocimientos veraces de lo que fue el franquismo; empezando por los historiadores, por supuesto. Vuelve a resultar inevitable la cita de Orwell sobre el control del pasado para controlar presente y futuro.
En este empeño obsesivo de la izquierda española -y sus apoyos externos- les va mucho a quienes, proclamándose demócratas, buscan la artificial fractura social de los españoles, alimentando una deriva guerracivilista que acabe convenciendo a los europeos de que la única fuente de legitimidad se encuentra en los pregoneros de la extrema izquierda más totalitaria, mientras la derecha española mira para otro lado o se apunta incluso al linchamiento del franquismo, bien por aquello de la “corrección política”, bien porque sus apoyos externos vienen a ser los mismos. Así, sin apenas oponentes, esa izquierda está dispuesta a suspender para siempre todo un conjunto de libertades individuales; porque la amenaza se percibe muy claramente en España pero afecta a todo Occidente, o lo que queda de su civilización; que, a pesar de la tenacidad de sus enemigos, es bastante más de lo que a estos manipuladores políticos, intelectuales o simplemente agitadores profesionales, vendidos a intereses inconfesables, les gustaría.
Vuelve a resultar inevitable la cita de Orwell sobre el control del pasado para controlar presente y futuro
Me corresponde hoy repetir lo que tantas veces he contado, de palabra o por escrito, sobre el Valle de los Caídos, que es el objeto de este artículo, y fue el tema de mi tesis doctoral, defendida en la Universidad CEU San Pablo, en 2013, tras siete años de investigación. En primer lugar, que no hubo allí trabajos forzados, ni fue construido por presos políticos; o matizándolo como es debido, no exclusivamente, porque allí trabajaron tanto libres como penados. Es más, de los 19 años que duraron las obras -de 1940 a 1959- sólo durante siete -de 1943 a 1953- trabajaron presos en ellas. Por otro lado, aunque la propia documentación franquista les llame “políticos”, de tal cosa, en su mayoría, tenían poco; al menos en el concepto que se suele utilizar el término; estaban allí, como puede comprobarse revisando los consejos de guerra por los que pasaron, -un fondo fundamental importante al respecto es el conservado en el Archivo Histórico del ministerio de Defensa, que Pablo Linares, presidente de la Asociación para la Defensa del Valle de los Caídos, ha estudiado en profundidad, aunque no es el único-. Los procesos que les llevaron a prisión, diseminados en varios archivos repartidos a lo largo de la geografía española, demuestran que tenían a sus espaldas, en un alto porcentaje, delitos de sangre, cometidos en la retaguardia contra personas indefensas.
Mientras la derecha española mira para otro lado o se apunta incluso al linchamiento del franquismo, bien por aquello de la “corrección política”, bien porque sus apoyos externos vienen a ser los mismos
Uno de los casos más conocidos es el de Justo Roldán Sainero, el “Matacuras”, condenado en dos consejos de guerra por los «sucesos de Pinto», a cuyo comité rojo perteneció, «interviniendo en sus decisiones», y participando en los mismos como «miliciano armado», acusado de haber intervenido directamente en el asesinato de los hermanos Creus, en el verano de 1936. Allí fueron violadas y asesinadas cinco mujeres: «Valentina Pascual; María García Busquet (ambas maestras de la Fábrica de Chocolates); las hermanas Pilar y María Gallego Granados (pensionistas); e Isabel Solo de Zaldívar, presidenta de la Catequesis». Las cuatro primeras fueron acribilladas a balazos por sus violadores, entre ellos los “Federo”, padre e hijo, y «otros milicianos desconocidos», el 7 de septiembre de 1936, en la carretera de Villaverde Alto a Madrid. La quinta murió al día siguiente en la carretera de Andalucía. En el mismo pueblo fue asesinado el sacerdote don Manuel Callejo Montero, de 24 años de edad, quien era capellán del colegio San José, junto a su padre, José María Calleja, de 56 años, que obtuvo de las milicias una última gracia: morir antes que su hijo. Efectivamente, le mataron unos minutos antes. Fue el 27 de julio de 1936 en el término de Parla. En total, fueron asesinadas en Pinto, aquel verano del primer año de guerra, 24 personas, entre ellas el mecánico Ladislao Martín, arrastrado por el pueblo y enterrado vivo por cuatro milicianos. La causa fue ideológica: aunque perteneciera a la clase obrera, era de derechas; de ahí el ensañamiento. Sin embargo, en los sumarios de Justo Roldán -más de 200 folios-, no se habla de los curas de su sobrenombre que debió asesinar en Madrid, a donde huyeron en masa los milicianos de la zona al acercarse las tropas nacionales. Debió ser en la capital donde los mató, algo de lo que se jactaba incluso ante los benedictinos del Valle, de quienes era llavero, con acceso a todas las dependencias del monasterio. Ese pasado delictivo y violentamente anticlerical, motivó que el Consejo de las Obras del Valle decidiera trasladarle a otro destino más apropiado, pero el acuerdo no se cumplió, y con los monjes estuvo bastantes años. El “Matacuras” se acogió al indulto de 1945 y fue puesto en libertad en 1946, aunque permaneció en el Valle hasta el final de las obras. Al irse le facilitaron, como a todos los que lo solicitaron, viviendas protegidas en Madrid. En su caso, en la colonia Virgen de Begoña, llamada “de los ferroviarios”, frente al hospital de Nuestra Señora de la Paz, donde casualmente fue a morir la bestia negra y sanguinaria en la que pretenden convertir a Francisco Franco.
Un caso menos truculento, pero también significativo fue el de Leonardo García Agüero, fontanero del Valle, acogido también al sistema de la redención de penas: había asesinado a un hijo delante de su madre, María Moliner, cuando iba a detener al primero en su propia casa. Hubo casos más graves, como el de Cipriano Salas Romero, uno de los asesinos del «tren de la muerte» o de Jaén, donde trasladaban a los presos que habían estado detenidos en la catedral de dicha ciudad, camino de Madrid, a donde nunca llegaron: en Vallecas fueron entregados por la Guardia Civil, que los custodiaba hasta entonces, a las milicias, «por encontrarlas muy soliviantadas». Los dividieron en grupos y los acribillaron con metralletas en los terraplenes de la vía férrea. Entre las víctimas, el obispo de Jaén, monseñor Basulto, beatificado en Tarragona en octubre de 2013, y su hermana Teresa, para quien el prelado pidió el perdón de los asesinos, alegando que su hermana no hizo nunca mal a nadie. Le respondieron que no se preocupara, que sería una mujer quien acabara con ella, como ocurrió: fue entregada a una miliciana. El obispo murió de rodillas «pidiendo perdón por sus asesinos», como mueren los mártires. No fue Teresa Basulto la única mujer que tuvo ese fin; al menos dos Hijas de la Caridad fueron también asesinadas. En total, cayeron casi todos los presos de aquella expedición, cerca de 250 personas. Fue el primer genocidio, anterior a Paracuellos, de la Guerra Civil. Como decía, Cipriano Salas, según el sumario, «hizo uso de un fusil ametrallador sobre las víctimas, en el andén del Pozo del Tío Raimundo». Cipriano, natural de Valdemoro, era carpintero de profesión, y empleado de la Compañía de Ferrocarriles, «afiliado al Partido Socialista -según el informe de la Guardia Civil de Vallecas de 18 de octubre de 1939-, prestó servicio con armas e intervino en la detención de varias personas que fueron luego asesinadas». Entre ellos, el padre de uno de sus denunciantes, Santiago Lorenzo. Aunque nada iguala a lo realizado por él en relación al genocidio del mencionado tren. Pues bien, Cipriano Salas es uno de los asesinos de aquella jornada, que acabaron redimiendo sus condenas en el Valle de los Caídos; en el destacamento penal del Monasterio, concretamente. Por aquella masacre fue procesado junto a otros 167 encausados. No, no puede decirse, en puridad, que Cipriano Salas fuera un preso político, sino un criminal de guerra.
El historial de crímenes de algunos de los que redimieron penas en el Valle es impresionante pero ninguno fue llevado allí a la fuerza
Dicho esto, debo repetir que no fueron llevados allí a la fuerza, sino que tuvieron que solicitarlo a través del Patronato Central para la Redención de Penas, o de Nuestra Señora de la Merced, del Ministerio de Justicia. Parece increíble que sea necesario insistir en ello, ya que se ha publicado demasiadas veces como para que los investigadores o interesados en el tema no lo sepan: ya Daniel Sueiro, un autor abiertamente antifranquista, en su libro La verdadera historia del Valle de los Caídos, lo dejó meridianamente claro a través de los testimonios recogidos y grabados por el autor, que entrevistó a varios de aquellos presos.
Los motivos para solicitarlo también han sido tratados detenidamente por la mayoría de autores que han tratado la cuestión: reducían sus condenas hasta llegar -en contra de lo establecido por la propia ley que puso en marcha el sistema- a redimir seis días de condena por uno de trabajo; contabilizaban las horas extraordinarias que pudieran hacer y los destajos, así como las bajas por enfermedad. Los seguros sociales eran prácticamente los mismos que regían para los libres, con los que compartían los mismos tajos y horarios. En el Archivo Central del Palacio Real de Madrid, concretamente en el Fondo “Valle de los Caídos”, se conserva muy amplia documentación -miles de documentos contenidos en 69 cajas-, entre otras cosas, las nóminas de penados; repito: nóminas de penados, donde se comprueba que, según el trabajo que realizaban, cobraban lo mismo que los libres. Y allí hubo penados, como el maestro (Gonzalo de Córdoba) -porque hubo dos escuelas en las que coincidían los hijos de libres, penados y funcionarios, que se examinaban en el Instituto de San Isidro de Madrid-. el médico del botiquín hospital (doctor Lausín) o el practicante (señor Orejas).
Los penados cobraban lo mismo y tenían las mismas condiciones laborales que los trabajadores libres
Vivieron en poblados construidos por las contratas principales, en mejores condiciones que los habitantes de pueblos y aldeas de bastantes pueblos de la época, y no solamente de España. Recientemente, el historiador y arqueólogo Alfredo González-Ruibal decía en una entrevista que tras excavar en el Valle había quedado en shock; me citaba, como un «revisionista», «que hace apología del sistema penitenciario de la dictadura», autor, en parte, de la que llama “leyenda rosa” del Valle, y me hacía decir que a los presos «les dejaron construir casas» cuando él, según se desprende de su relato, sólo ha encontrado chabolas, que, por cierto, como cabía esperar, reflejan la terrible miseria de aquellas personas. Quizá no haya leído mi libro, Valle de los Caídos (Editorial San Román), resumen de mi tesis, y hable de oídas, pero si no es así, simplemente ha manipulado descaradamente lo que escribí en su día. Porque, como cualquiera de los que han tratado el tema, recogí que les permitieron hacer chabolas, no casas, no: ¡chabolas! Muy torpe sería pretender que aquellas personas, por muchos beneficios que obtuvieran, se encontraran en situación de construirse unas «casas», pero de ese modo trata de devaluar cualquier dato que provenga de este “revisionista”, creador de leyendas rosas sobre el lugar que menos le conviene que las tenga. A él y a los fanáticamente entregados a consolidar una leyenda negra que les permita amordazar a los que contamos lo que allí ocurrió, y de paso a quienes puedan citar nuestro trabajo. Las casas, en poblados, como queda dicho, se las construyeron las empresas que trabajaron en la construcción del monumento.
En contra de lo que asegura el señor Ruibal, los penados habitaron en casas mejor adecuadas que las de los vecinos de la zona
¿No ha excavado el señor Ruibal en dichos poblados? ¿Ignora su existencia? ¿O más bien le conviene silenciarla? No sería muy profesional haber dejado de lado la principal fuente de información para su estudio; o silenciar el resultado de sus trabajos en los mismos, si es que los ha realizado. Claro que estamos hablando de la misma persona que, en 2017, fue expulsada del Valle por “retirar”, en el transcurso de una visita por él guiada, un ramo de flores que un hombre «de 60 a 70 años» acababa de depositar sobre la tumba de Franco. Según su versión, en cumplimiento de la ley de Memoria Histórica. Ahora la publicación en la que habla de las chabolas del Valle, haciendo frente común con el arqueólogo, que para eso estará en sintonía con él, titula dicho reportaje: “La arqueología tira por tierra la leyenda rosa franquista del Valle de los Caídos”. Y ese es el titular con el que se quedarán sus lectores, al menos los más convencidos, aquellos que solo buscan reafirmarse en su defensa de la leyenda negra, ya muy vieja, manida e inconsistente, pero útil para los designios de Sánchez y sus socios.
En las casas de los poblados la vida no era ni parecida a la que Ruibal describe hablando del chabolismo. Tan distinta que en verano se llenaban de visitantes, hasta que el regidor del Valle, Faustino de La Banda, en julio de 1950, circuló un oficio en el que decía que aquel no era «un punto de veraneo», lo que me sonó al principio un poco duro. Pero a continuación la documentación conservada en el Archivo de Palacio proporcionaba sobrada información para justificar las medidas que pretendía aplicar para controlar a la población que allí se instalaba sin ningún control; exigía que los censados en aquellas viviendas solicitaran autorización para instalar en las mismas, durante días, semanas o meses a las personas que venían de fuera, invitadas por ellos. En las cartas de respuesta al oficio, los trabajadores hablan de hijos, nietos, suegros e incluso amigos que desde hacía años iban de «vacaciones»; sí, frecuentemente utilizan esa palabra, en uno de los casos a causa de la «canícula madrileña». Salieron a relucir niños que estaban allí en régimen de acogida; bien por motivos de salud, «inapetencia», o la precariedad económica de una familia, cuyo pariente de ésta manera contribuía a aligerar. El caso más destacado es el de un antiguo recluso, Juan Solomando Muñoz, que estuvo al frente del Economato del Valle, quien en el mismo verano de 1950 solicitó cuatro pases para distintos grupos familiares -hermana, cuñados, sobrinos y finalmente, ya en octubre, la suegra-; se le concedieron los cuatro.
Otra mentira: durante las obras apenas murieron, por accidente entre 14 y 18 trabajadores. De miles de muertos o asesinados, nada
Era muy frecuente que los trabajadores solicitaran cambios de vivienda por motivos personales: la proximidad de su boda; el cuidar a una suegra ya mayor -de 60 años- que vivía en otro poblado; la llegada en vacaciones de todos los hijos, que trabajaban en Madrid o estaban cumpliendo el servicio militar; o trasladarse a otro poblado más cercano a la escuela para que su hijo no tuviera que hacer tan largo recorrido. No parecían necesitar muchos ansiolíticos, citando al profesor Ruibal, para soportar la vida.
Por último, está la cuestión de los miles de muertos, o asesinados incluso, durante las obras. Las únicas cifras fiables al respecto provienen de dos personas que tenían motivos para conocer bien el tema; y ambos llegaron allí para redimir sus condenas: el doctor Lausín, que había pertenecido al comité rojo de Aravaca, y el practicante, señor Orejas. Según el primero, durante las obras -recordemos que hablamos de 19 años de historia- murieron en accidente laboral, o de tráfico (porque uno de ellos murió al caerse de un camión que le bajaba a la entrada) 14 personas, y según el segundo, fueron 18. Claro que puede referirse a los que por la gravedad de sus lesiones fueron traslados a Madrid, muriendo allí. En resumen, las cifras estaban muy por debajo de la media nacional de siniestralidad laboral, sobre todo teniendo en cuenta las características de la obra. Y ninguno de los dos antiguos reclusos republicanos tenía el menor interés en lavar la imagen del franquismo; aparte de que cuando Sueiro recoge su testimonio Franco había muerto. La hecatombe de los presos republicanos en el Valle de los Caídos es una de las mayores mentiras que los autores de la leyenda han inventado.
Las cifras de trabajadores muertos en el Valle está muy por debajo de los muertos por siniestralidad laboral en la España de la época
Respecto a este tema debo añadir que se conserva la correspondencia entre la viuda del primer muerto, Jerónima Díaz Organista, y el arquitecto Diego Méndez, a quien solicita le gestione la obtención de una vivienda en Madrid, como se estaba haciendo ya con los que iban saliendo. Méndez traslada la petición al ministro de la Gobernación, Blas Pérez, que le indica debe tramitarlo como los anteriores. Pues bien, el marido de Jerónima, Alberto Pérez Alonso, había muerto en 1948, lo que significa que durante los ocho primeros años no había ocurrido ningún accidente mortal.
Acabaré hablando del significado del Valle de los Caídos, que presentan ahora como el mausoleo de un ególatra o el monumento a una dictadura que buscaba humillar a sus víctimas. Todo ello insostenible. Aquello, desde que su autor lo concibiera, es un monumento religioso. Detengámonos a considerar de qué elementos consta el conjunto: una basílica pontificia, profanada ya por el actual Gobierno de España, una abadía benedictina, una escolanía a cargo de los monjes, y la Cruz más grande del mundo. Falta añadir la hospedería y el Centro de Estudios Sociales, privado de actividad al retirarle la subvención Felipe González, aunque ya Leopoldo Calvo Sotelo se la había recortado. Dicho Centro, en el proyecto de Franco, era uno de los objetivos principales, ya que tenía por objeto recopilar todas las publicaciones de materia social, muy especialmente las del magisterio eclesiástico, para establecer en España una verdadera justicia social. Allí se organizarían, como sucedió fectivamente, conferencias para empresarios, miembros de la organización sindical y otros agentes sociales, con ponentes de gran talla intelectual y pertenecientes a distintas tendencias políticas. El objetivo era aplicar la Doctrina Social de la Iglesia a las relaciones laborales, como se hizo y reconoció Pío XII, que otorgó a Franco la Orden Suprema de Cristo. Quizá por eso ya en la Transición se consideró que carecía de sentido mantenerlo activo.
El Valle fue construido para el sagrado deber de honrar a nuestros héroes y nuestros mártires (que) ha de ir siempre acompañado del sentimiento de perdón que impone el mensaje evangélico
En cuanto al supuesto revanchismo franquista encarnado en ese conjunto basta con leer el decreto que crea la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, de 23 de agosto de 1957:
[...] el sagrado deber de honrar a nuestros héroes y nuestros mártires ha de ir siempre acompañado del sentimiento de perdón que impone el mensaje evangélico.
Además los lustros que han seguido a la Victoria han visto el desarrollo de una política guiada por el más elevado sentido de unidad y hermandad entre españoles.
Este ha de ser en consecuencia, el Monumento a todos los caídos, sobre cuyo sacrificio triunfen los brazos pacificadores de la Cruz.