Como nuestra sociedad ha inventado los delitos de odio, una de las principales pestes del hombre contemporáneo, por la que en España te pueden caer hasta cuatro años de cárcel, me acojo a sagrado, a las palabras de una doctora de la Iglesia, nada menos que Santa Catalina de Siena. Dice así, aquella italiana que le cantaba las cuarenta al Papa y a los mandamases de la época, en una carta remitida a una reinona de su época sobre cómo actúa una alma cristiana: “El santo odio que experimenta contra el pecado es tan fuerte que preferiría morir antes que violar la fe que le da su esposo eterno”.

Sí, con un par: la doctora de la Iglesia ha dicho “santo odio”. ¿El odio puede ser santo? Al parecer, sí, siguiendo la sentencia clásica de odiar el pecado y amar al pecador

¿Acaso no se puede odiar el hambre y amar al hambriento? ¿Acaso odiar a la enfermedad es odiar al enfermo? ¿Acaso no se puede abominar de la incultura y enseñar al inculto? Es posible y así es

Si lo pensamos un pelín, resulta que odiar el pecado y amar al pecador, no sólo es posible, sino también justo y probablemente necesario. Piénsenlo: ¿acaso no se puede odiar el hambre y amar al hambriento? ¿Acaso odiar a la enfermedad es odiar al enfermo? ¿Acaso no se puede abominar de la incultura y enseñar al inculto? No sólo es posible: es que no se puede evitar si queremos ayudar.

Y Santa Catalina habla del colofón necesario: odiar el vicio y pelear contra él. Ojo al dato: “Seamos fieles siguiendo las huellas en su crucificado, detectando el vicio, abrazando la virtud, realizando grandes cosas por el”. Atención: odiar al vicio, con todas las fuerzas, lo que nada tiene que ver con odiar al vicioso.

Los delitos de odio, esa peste de nuestra época, nos obligan a elegir entre la ley y nuestra conciencia. Eso nunca es bueno

En resumen, odiar el pecado y amar al pecador es bello e instructivo... pero me temo que contradice el artículo 510 del Código Penal. Y ahora que lo pienso, los delitos de odio se han extendido, cual pringosa mancha de aceite, por todos los códigos penales europeos y se han convertido en el principal instrumento de censura contemporánea. 

Porque los delitos de odio, esa peste de nuestra época, nos obligan a elegir entre la ley y nuestra conciencia. Eso no parece bueno.