Días atrás de esta jornada de Todos los Santos me he acordado de lo que me decía un párroco madrileño: con la pandemia acogí a muchos nuevos feligreses, las famosas colas del hambre. Pensaba que ante la adversidad volverían a Dios, pero no. Han vuelto los feligreses de siempre. Cuando el peligro pasó, no he vuelto a ver a ninguno de aquellos. 

Hoy, conmemoración de Todos los Santos, me he acordado de esas palabras. Al parecer, no querían ser santos, sólo alimentarse, porque tenían hambre. Y esto es lógico y comprensible pero abunda en la no muy inteligente idea, sobre todo falsa idea, de que la Iglesia es una ONG. Y resulta que no lo es.

Segunda visión, la que ofrecía Benedicto XVI, cuando recordaba que el catolicismo se ha convertido en una religión minoritaria, ya no constituye el sentido común ni la norma general en Occidente. 

El catolicismo se convierte en religión minoritaria mientras a la Iglesia se la considera una ONG

Es más, un católico, esto es, un aspirante a la santidad, empieza a resultar un bicho extraño, por ejemplo en la España de hoy, y el ambiente dominante, lo políticamente correcto, no sólo no es cristiano, es cristianófobo y, en el siglo XXI, me temo que cristófobo.

El resto es inercia -lado negativo- y -lado positivo- una minoría practicante mucho más comprometida y probablemente mucho mejor formada. 

Aquí vuelvo a recordar lo ya dicho en otras ocasiones: me sorprende que durante los últimos lustros, como muestra de esa conversión en minoría, hay más gente que acude a la eucaristía diaria y son menos los que acuden a la eucaristía dominical, aunque no dudo de que la proporción no pasa de 1 a 10.   

Ahora bien, que la apostasía resulte general no significa que la doctrina cambie. Recuerden lo de Juan Pablo II: defender la verdad aunque cada día seamos menos.

Recuerden: crece la gente que va a misa en día laboral mientras disminuyen los que acuden a la eucaristía dominical

Es cierto, que la pandemia no haya dado lugar a la conversión -o sea, que la letra ni con sangre entra- es como para asustar. No la pandemia, sino la ausencia de conversión. Pero eso no quita que la gran aventura del hombre en la tierra es la santidad. Esto es, ser perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. La santidad es meta de la libertad y logro de la felicidad. En medio de la apostasía general, y de la correspondiente postración actual de nuestra sociedad, la llamada universal a la santidad que relanzara el fundador del Opus Dei, San Josemaría, y que refrendara el Concilio Vaticano II, supone el mejor banderín de enganche para resucitar este universo deprimido y a esta humanidad suicida. La santidad es la única terapia conocida contra la melancolía.

Porque los de la pandemia no regresaron al templo. De los diez leprosos volvió uno, el samaritano, a dar gracias. Creo que el párroco no lo cifraba en un 10%, sino menos.