La familia es ese lugar donde cada miembro importa por lo que es, no por lo que aporta
Observen ese sencillo gráfico a “favor del diseño original”. De la familia, claro está, un varón, una mujer y los hijos para cumplir los dos fines principales de la familia: el mutuo auxilio (también conocido como amor, antes de que se confundiera amor con eso que se hace en la cama) y la apertura a la prole y la correspondiente educación de esa prole. Es decir, la familia ahora llamada tradicional y que habría que llamar natural porque es la que permite mantener a la raza humana sobre la faz de la tierra y también permite que el hombre no se convierta en una especie en peligro de extinción. Ya saben: para que no se cumpla aquello de que “tu abuela tuvo ocho hijos, tu madre tres, tú has tenido un aborto y un perro”. Por cierto, la expresión “familia natural” produce una indolente sonrisa de burla a la gran intelectual española Begoña Villacís. Eso significa que vamos por el buen camino.
Extinción de raza humana que puede resultar doble. En primer lugar, extinción en sentido prístino: si no tenemos hijos, no habrá raza humana. Pero resulta no menos peligrosa la extinción espiritual, la abolición del hombre, que diría Clive Lewis, porque si sólo se forman parejas, y no familias, y aunque tengan hijos, se rompe la segunda condición del segundo fin del matrimonio: educar a los hijos… a los que sólo la familia, no el colegio, que es un mero técnico que puede ayudar o molestar, puede educar.
El gran enemigo de la familia es el egoísmo de los padres, el segundo es el Estado
Recuerden: la familia es ese lugar donde cada miembro importa por lo que es, no por lo que aporta. De hecho, los niños aportan poco o nada al patrimonio familiar. Por eso, la familia es una célula de resistencia a la opresión. Todas las tiranías nacen de una situación de contraprestación: si no aportas lo suficiente al bien común, serás sometido a aquel que aporta más o que recibe más. Este último es el Estado, el segundo peor enemigo de la familia, sólo por detrás del egoísmo de los padres.
Ese era el diseño original del Creador; la familia compuesta por un varón y una mujer y abierta a los hijos. Y la marca de la crisis profunda de nuestra época es que este cartel que corre por las redes sociales nos resulta ultra, quizás porque sólo los residuos cristianos que nos quedan -a los que tanto la izquierda como la derecha progresistas llaman ultras- se atreven a hablar de… la familia natural.
Por eso, a pesar de Google -que también es red social-, de Facebook y de Twitter, vuelvo a gritar,… “que vivan las redes sociales y el periodismo popular”. Es decir, un grito en favor de aquellos -y aquellas y aquelles- que, con todos sus errores, tienden a la verdad y no al mero rigor. Ciertamente hay que parar a Google y compañía en su latrocinio, como monopolio, parásito, ladrón y censor, pero no hay que acabar con el ‘compartir’ -raíz de una internet democrática- de las redes sociales, donde, como en todo aquello que es libre, coexiste lo mejor y lo peor. Pero, al menos subsiste lo mejor: lo políticamente correcto, nunca.
Así que la familia natural es la familia tradicional: hombre, mujer e hijos. Ha llegado el momento de tener que demostrar lo obvio... e incluso solemnizar lo obvio.
¡Y qué vivan las redes sociales!