Los autodenominados progresistas, ya sean políticos, científicos, sociólogos o personas comunes que se identifican como tales, provienen de una corriente de pensamiento conocida como la ideología del progreso. Algunos son plenamente conscientes de su adhesión a esta visión, mientras que otros simplemente se dejan llevar, tal vez por falta de pensamiento crítico o porque es la única base cultural y socioeconómica que han recibido.

Pero, ¿qué es exactamente la ideología del progreso? Como toda ideología, es una corriente de pensamiento que, en este caso, promueve la idea de que la humanidad está en un proceso continuo de mejora en los ámbitos social, económico, científico e incluso moral. Los progresistas defienden el avance de la ciencia, la tecnología y el conocimiento como medio y fin, a menudo sin reparar en que, en muchas ocasiones, los propios medios no son moralmente lícitos y los objetivos están alejados del bien común.

Esta ideología se ha desarrollado principalmente en Occidente, dando lugar a diversas variantes, desde el relativismo existencial hasta la más reciente manifestación en la cultura woke, que los gobiernos progresistas, en la más rabiosa actualidad, llevan a extremos ridículos. Como el caso del ginecólogo canadiense, que un hombre transexual le denunció porque se negó a hacer una exploración ginecológica y la justicia de su país le condenó a no ejercer su profesión médica hasta no recibir un curso de reeducación social de género. Y es que los progresistas creen que las sociedades donde gobiernan han superado barreras como la ignorancia, la pobreza y las injusticias, apoyándose en una visión autosatisfecha del devenir histórico, que asume que el tiempo trae consigo una mejora constante de las condiciones de vida y el desarrollo humano, y ellos con su labor política y social aceleran este proceso.

Sin embargo, si hacemos un somero repaso de lo que ha supuesto el progresismo desde sus orígenes, con pensadores como Voltaire o Kant en la Ilustración del siglo XVIII, que defendían que el conocimiento y la razón liberarían a la humanidad de la superstición, el despotismo y la ignorancia y, años después con la Revolución Industrial, los avances tecnológicos reforzaron esta creencia, al demostrar que la ciencia y la innovación técnica transformaban la vida cotidiana, haciéndola más fácil y cómoda, con menos esfuerzo y dinero, y -en consecuencia- menos dependencia de Dios. Sin embargo, los efectos de este llamado progreso fueron devastadores en el siglo XX, el periodo más sangriento de la historia, debido a 2 guerras mundiales y el surgimiento de ideologías totalitarias como el nazismo y el comunismo, que despojaron al ser humano de su dignidad.

También, en nombre del progresismo, conceptos como el aborto, se presentan casi como un derecho indiscutible, la eutanasia se ofrece como una solución y la revolución de género ha traído el desmantelamiento del sentido de la vida para muchos. Todo esto, entre otros muchos más aspectos, ha llevado a la descomposición social, que se refleja se trágicamente en el aumento de los suicidios, especialmente entre individuos cada día más jóvenes, una realidad nunca antes vista en nuestras sociedades.

En nombre del progresismo, conceptos como el aborto, se presentan casi como un derecho indiscutible, la eutanasia se ofrece como una solución y la revolución de género ha traído el desmantelamiento del sentido de la vida para muchos

Las políticas progresistas son defendidas en su mayoría por las socialdemocracias modernas, tanto de izquierda como de derecha, y sus discursos, aunque con ligeras diferencias en lo económico y fiscal, son prácticamente idénticos. En España -y en Europa-, los partidos mayoritarios comparten un mismo espacio sociocultural y rara vez se contraponen. Un ejemplo claro es el Partido Popular en España, que nunca derogó leyes sociales impulsadas por el Partido Socialista Obrero Español, como las de matrimonio homosexual, memoria histórica o violencia de género, a pesar de que Mariano Rajoy lo había prometido desde la oposición. Más recientemente, el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, prometió desmantelar "Madrid Central", pero no sólo no lo ha hecho, sino que amplió el proyecto de Manuela Carmena. Pero Almeida, no sólo no va a cumplir la sentencia, sino que además amenaza con no devolver el dinero “robado” a los madrileños vía sanciones de multas y mantener todo como está, en contra de lo dicho por el tribunal. Y es que, para los progresistas, la justicia no es igual para todos, suceda con el PP, como es caso recién citado, o con Sánchez, que amnistía a uso delincuentes por intereses personalistas o el caso de la financiación particular para Cataluña.

Las contradicciones del progresismo, que idolatra la razón, son evidentes. En una era en la que el progreso se vende como sinónimo de igualdad y bienestar, vemos más guerras, corrupción institucional, aumento del gasto público y político, y menos inversión en el bienestar social. El final lo conocemos todos. Las soluciones progresistas a los problemas suelen traducirse en políticas que terminan afectando a los ciudadanos comunes, cada vez más lejos del ejemplo que se espera de la casta política o grandes corporaciones que se protegen por ellos mismos. En cuanto a la exigida libertad, uno de sus bastiones propagandísticos, paradójicamente, con el progresismo han aumentado el totalitarismo, que aparece bajo leyes restrictivas, como el control de la libertad de expresión en redes sociales o propuestas como la de Pedro Sánchez, que plantea la creación de una ley de regeneración democrática con la que se vigila quién es o no apto para difundir noticias. El intervencionismo, otra forma de control, es constante en la vida personal, así como el aumento de la burocracia, con un fanatismo enfermizo por fiscalizar cualquier iniciativa empresarial y de los autónomos.

Por último, y como resultado lógico de su propia ideología, el progresismo trata de destruir tradiciones y valores sociales ancestrales, rechazando el pasado en favor de un presente idealizado, lo que debilita las raíces culturales de las sociedades y contribuye a la sensación de alienación y pérdida de sentido que hoy experimentamos muchos. Una razón que explica lo que sucede en Europa y su rechazo a sus raíces culturales y antropológicas.

La ideología liberal de la nueva izquierda del siglo XXI (Dikynson) Esteban Anchústegui y Manuel Lázaro. Los políticos asumen el progresismo como parte de su ADN y esta transformación es la cara visible de la decadencia política y cultural de un mundo perdido tras los episodios catastróficos de las grandes guerras del siglo XX y que responde al paulatino (y consciente) abandono de las auténticas raíces políticas y sociales de occidente. Un olvido que resulta trágico en el caso europeo, capaz de negar, incluso con ostentación, la trascendencia de su legado clásico y cristiano.

Generación idiota (Harpercollins) Agustín Laje. Este libro muestra de forma brutal las consecuencias puras y duras de décadas de ideología y políticas progresistas. El autor, un reconocido politólogo argentino, tiene batido el cuero en debates públicos, conferencias y trabajos de filosofía social y política y habla de la vuelta a la sensatez con el poder del que se bate como un guerrero para hablar de la paz. Un libro muy recomendable para todos los públicos.

La traición progresista (Península) Alejo Schapire. Estas páginas son para quienes han comprobado azorados cómo una izquierda que hasta ayer luchaba por la libertad de expresión en Occidente hoy justifica la censura en nombre del no ofender. El análisis de la situación actual alerta sobre la tentación totalitaria y el relativismo cultural que acechan desde el progresismo biempensante.