Camilo José Cela murió el 17 de enero de 2002. En el transcurso de una entrevista televisiva con Mercedes Milá aclaró que él no era homosexual, con una frase que corrió como la pólvora y por lo que hoy podría ser acusado de delito de odio: "Yo no tomo por el culo". 

Hoy, en España, tampoco podemos hacer referencia a Santiago Matamoros. Es decir, no se permite que otro hombre, judío pero cuyos restos descansan en Galicia, el apóstol Santiago Zebedeo, sea lo que fue, el emblema bajo el que los españoles expulsaron de la península -¡Menos mal!- a los musulmanes. Y esto no se permite porque estaríamos ante otro delito de odio: islamofobia pura. 

Y así, llegaremos a un momento en que no se podrá decir absolutamente nada. ¿No nos habremos vuelto todos idiotas, verdad?

A lo mejor por eso, decir que la celebración de Santiago Apóstol, patrón de España, también está en interdicto, no es mucho decir.  

Vuelvo a Cela. El deslenguado escritor aseguraba que, a partir de los sesenta ya no estás para diálogos, sólo para soliloquios. Confesaba el de Iría Flavia que, a partir de los sesenta, sabes demasiado aun cuando estés equivocado en todo. 

Es decir, ya sólo estás para emitir, recibes poco, porque sabes más de las veleidades del mundo y del democrático artificio del te oigo pero no te escucho, base de los nuevos demócratas, aquellos que han sacralizado lo que tan sólo es un sistema político, probablemente el peor de todos... una vez descartados todos los demás.

Pero es que ya mucho antes de los sesenta, empiezas a hablar más que a escuchar. Esto no es bueno, claro pero conviene tenerlo en cuenta, como lo tenían los jesuitas, quienes aseguraban que a un niño le enseñas hasta los 10, máximo los 11 años. A partir de ahí elegirá entre el bien y el mal como le venga en gana

Ahora bien, el cambio en el siglo XXI, como hemos dicho unas 700 veces, más o menos, se llama la blasfemia contra el Espíritu Santo y los delitos de odio constituyen la plasmación jurídica eximia de esta era singular. Porque he dicho que antes el chaval, a partir de los 10 años, empezaba a elegir entre el bien y el mal pero ahora, maléfica metamorfosis, el chaval, guiado por sus mayores, no elige entre el bien y el mal sino que elige el mal pero se empeña en que es el bien, mientras el verdadero bien es culpable: es odio. Y cuando la belleza, la verdad y el bien, se convierten en odio, entonces no hay nada que hacer. Nada está permitido salvo la blasfemia contra el Espíritu Santo, llamar bueno a lo malo y malo a lo bueno. Insisto, es el totalitarismo nacido del relativismo del siglo XX, donde todo lo que no está expresamente aprobado está absolutamente prohibido. No es que sólo se puede hacer el mal y ensalzarlo como bien. Y la plasmación jurídica de ello son los delitos de odio, legislación extendida por toda la civilización cristiana, llamada ideología de género, woke o, si lo prefieren, Objetivos de Desarrollo Sostenible y Agenda 2030.

Ya saben que la Blasfemia contra el Espíritu Santo es ese pecado que no se perdonará ni en este mundo ni en el otro. Lógico no es perdonable porque supone invertir el bien y el mal... y ni el mal se pierde perdonar -al malvado sí, pero no al mal-, ni el bien se debe castigar... o coronaríamos a la injusticia como norma.

La festividad de Santiago Apóstol representa una excelente oportunidad para dos cosas. Acabar con la blasfemia contra el Espíritu Santo, es decir, el buen es bien y el mal es mal, y perder el miedo, no ya a decir lo que se piensa sino, sencillamente, a hablar. Políticamente esto supone terminar de una vez por todas con los delitos de odio. Sí, de una vez por todas.  

Y termino con las palabras que San Juan Pablo II pronunció justamente en Santiago de Compostela, donde mejor, sobre Europa. Lógico dado que el camino de Santiago constituyó, precisamente, el sentido cristiano de Europa, parte del mundo occidental y de la evangelización universal: "Europa, sé tú misma, recupera tus raíces cristianas".