La aldehuela donde los comunistas chinos asesinaron a mi tío la imagino inhóspita y nocturna, como una gruta infestada por murciélagos y escolopendras, donde el hombre es siempre víctima; una aldea de casas diminutas, con el adobe resquebrajado y las piedras renqueantes, ubicada en las estribaciones de una cordillera fría que le arroja por encima lodo y mugre y la deja hecha un desastre; una aldea de calles sin traza, basurientas y ennegrecidas, donde no han dejado sitio para Dios; y en el barrizal espeso que las recubre me imagino a un millón de moscas depositando allí sus puestas, para perpetuar la infestación en que se sume el pueblo.

Pero en ese pueblo que a mí se me antoja báratro, fue mi tío, sin embargo, enormemente feliz, pues sólo en una tierra donde Dios es preterido — e incluso odiado — el cristiano se entrega verdaderamente a Él, en auténtica oblación. Y en auténtica oblación se llegó mi tío hasta Mitosze en octubre de 1934, allá en ignotos lares chinos donde, por aquel entonces, andaban aquellas gentes dándose matarile los unos a los otros en una crudelísima guerra civil.

Pero la situación del país no le arredró ni un segundo, sino que le sirvió como acicate. Pues ese vasto territorio en el que la Palabra estaba sofocada por las brumas del paganismo, e incluso era perseguida con saña cruel, le parecía a Dositeo el escenario idóneo para su misión, donde podría llevar a cumplimiento lo que el Señor tenía preparado para él. Así, al menos, me lo contaba Dositeo en unas cartas que aún conservo, muy tiznadas ya de huellas y de herrumbre, en las que asegura ser dichoso como un niño recién comulgado, pese a encontrarse sin más compañeros que al Divino Jesús, que, fiel a Sus promesas, me acompaña a dondequiera que vaya. Con Él —afirmaba en su carta, con una letra menuda y un tanto apresurada— trataré y consultaré todos los negocios que me ocurran, en especial la conversión de los miles de paganos de mi nuevo distrito. Y es que en esa tierra en que la Palabra estaba silenciada, pretendía él proclamarla como un Esténtor redivivo, para que fuese escuchada por doquier.

Pero su voz de Esténtor fue muy pronto acallada, por mucho que para mí aún retumbe, y en su derredor no quedó más que fuego y sangre.

Unos pocos días después de la llegada de Dositeo a Mitosze, arribaron a sus calles sin traza un pequeño grupo de comunistas a los que algún mamporrero venal —el Diablo se sirve siempre de lacayos para sus gatuperios e iniquidades— les había soplado que allí se ocultaba un sacerdote católico. La niebla caía plúmbea sobre el pueblo, con la irremisible pesantez de una losa sepulcral o de una calumnia propalada urbi et orbe; y ocultos en ella, durante el conticinio, en ese instante en que ni un vago rumor quiebra la quietud nocturna, los comunistas entraron en Mitosze en completo silencio, como espectros que abandonan sus tumbas y emigran del camposanto. De sus bocas mudas brotaba un penacho de bruma blanca y espesa, como un alma que se escapa al cielo —aunque el alma de éstos tal vez no se elevara demasiado, de tanto que les pesaban los pecados—; y agachados como iban, semejaban fieras en busca de una presa a la que zamparse.

De cuando en vez, algunos comunistas asomaban a las ventanas sus rostros pálidos, como de estantiguas, y escrutaban las estancias en busca de algún indicio que delatase la presencia de un sacerdote; otros se detenían en las puertas, cuyas rendijas despreciaban los secretos, y arrimaban la cabeza a ellas, auscultando aquellos tabucos en busca de murmullos atemorizados o de respiraciones acezantes; y todos al unísono, a la señal de quien parecía comandar el grupo, se desplazaban al instante a la vivienda más próxima, para repetir sus huroneos y auscultaciones. Pero en un repente sus movimientos se tornaron más veloces y ruidosos, urgidos por el grito quejicoso que acababan de escuchar.

Y es que Dositeo, avisado por una anciana a la que solía hablar de Dios, había abandonado su pequeña casa e intentaba alejarse del pueblo, para internarse en el bosque. Pero aquella huida improvisada y nocturna requería saltar la cerca de maderas que rodeaba la parte trasera de la finca, apenas un paramento feble de tablas podridas o agujereadas, donde anidaba toda suerte de carcomas y demás fauna xilófaga. De modo que, al encaramarse a ciegas a la tapia, unas tablas se quebraron y Dositeo fue a caer sobre unas peñas. Con el golpe, la pierna derecha de Dositeo se fracturó y uno de sus huesos le rasgó la carne. Intentó Dositeo, entonces, arrastrarse y ocultarse entre los árboles, pero los comunistas saltaron sobre él y lo cubrieron de golpes y de ligaduras.

Hervían los comunistas, en ese instante, en una muy feliz y a un tiempo miserable algarabía. Insultos como gargajos gordos les salían disparados por entre los labios, como postas de un cartucho; y de cuando en vez, por evacuar el odio que llevaban en el alma negra, golpeaban a Dositeo con las culatas de los rifles y le dejaban las costillas para el arrastre.

¡Y Dositeo no decía un ay! Como si fuese un estafermo cualquiera, el jesuita soportaba sin queja el dolor y los dicterios, que caían sobre él como una lluvia de pedrisco; y con cada nuevo insulto y cada nuevo golpe recitaba, silabeando las palabras entre los labios maltratados, un “perdónales, Señor” que los comunistas no llegaban a escuchar —o tal vez éstos lo desoyeran, para poder golpear de nuevo—. Finalmente, cansados ya de propinar golpes —y con la boca seca, tal vez, de proferir insultos—, los comunistas decidieron trasladar a mi tío a Honan, un pueblo mucho más populoso que Mitosze, donde podrían mostrarlo en público y escarnecerlo a placer. Lo subieron, entonces, a unas parihuelas que habían construido con apenas unas pocas ramas y lo arrastraron por los caminos con ayuda de una mula.

Quienes lo acompañaron en su camino dijeron después que Dositeo, enfebrecido pero consciente, rezaba a todas horas por su alma y la de sus captores, y que tal parecía que el Divino Jesús le acompañase en su camino, pues su rostro era plácido y hasta dichoso.

Días después, con la pierna carcomida por la gangrena y el cuerpo acribillado a golpes, Dositeo expiró; su último aliento, con el que pronunció el nombre de Dios, y cobró para Dositeo, en ese postrer instante, la figura de una sagrada Hostia.

El cuerpo de Dositeo no fue encontrado jamás, y como constatación de su muerte no nos ha llegado más que el testimonio lloroso de un joven al que los comunistas liberaron unos días más tarde. Su sangre, sin embargo, derramada sin cuento en Mitosze, fue enjugada e inhumada por los vecinos de aquellas casas diminutas la misma noche del asalto. En silencio, sin apenas mirarse los unos a los otros, aquellas gentes sin Dios tomaron con unos paños, entre sus manos flacas, el barro sanguinolento, se aseguraron de haberlo recogido todo y depositaron luego los paños en un canasto. Unas horas más tarde, cuando enterraron aquellas telas en la huerta que había tras la casa de Dositeo, buena parte de los vecinos, sin apenas advertirlo, comenzaron a musitar las palabras que tantas veces le habían escuchado: Pater noster, qui es in caelis… (Padre nuestro, que están en el cielo…).