La Semana Santa es uno de los momentos culminantes en la vida del cristiano. También lo son la Navidad y la Pascua de Resurrección. Estas tres festividades son parte donde se evidencian los pilares sobre los que se sostiene la salvación del hombre, la venida de Dios al mundo, y lo más importante, la redención de nuestros pecados. Sin embargo, la secularización de la sociedad ha hecho olvidar el origen y sentido profundo de estas fechas, de estos actos, se toman sin más como días de ocio, y hasta se pierden los fundamentos últimos de nuestra propia cultura cristiana.

La Semana Santa y las procesiones han derivado en un fenómeno de turismo folclórico que cada vez atrae más a los extranjeros. Atrae, sí, pero con la misma fe desvencijada de muchos costaleros, que cargan los pasos por una especie de tradición deportiva, sin que eso tenga verdadero significado en su vida como cristianos.

Quizá esto también se deba a una cierta dejación por parte de quienes están llamados a pastorear al pueblo de Dios, que con frecuencia practican homilías mudas, sin vincular, por ejemplo, la Pasión del Señor con la existencia concreta de los fieles, donde pueda enraizar un sentido pleno de lo que viven. Vivimos con subidones de adrenalina apasionada durante esa semana, movidos por la intensidad del dolor de un hombre al que casi nadie reconoce ya como el Dios que murió por nosotros, por nuestros pecados. Y también hay que decir, que la Iglesia, en su conjunto, también carga parte de esa responsabilidad. Como diría Chesterton: «Si el mundo se hace demasiado mundano, podrá ser reprendido por la Iglesia; pero si la Iglesia se hace demasiado mundana, el mundo no podrá sorprenderla por su mundanidad». Esta decadencia de la jerarquía -quizá proveniente de cierto temor al mundo-, a menudo nos deja huérfanos. Hacen y deshacen, dicen o no dicen, cosas sin explicar alguna de las razones a su grey por la que podamos entender ciertos actos o silencios. En mi opinión, esta actitud, no contribuye precisamente a nuestra paz interior, y menos aún a la exterior. Y como suele decirse: a buen entendedor, pocas palabras bastan.

A los que la Semana Santa con verdadera pasión, les recordamos que nada de esto tendría sentido sin la Resurrección del Señor tres días después de su crucifixión. La Resurrección es el fundamento de la existencia de Jesús de Nazaret. Es lo que impide que lo reduzcamos como a un personaje más en la vitrina de la historia. Es la prueba de que las Escrituras se cumplen hasta la última coma y la evidencia de que, desde aquel día, las fuerzas del mal —que hasta entonces estaban desconcertadas— se han activado y operan en todos los frentes, aprovechando el poder sobrenatural que también poseen. El mundo se alía con el demonio, y la carne entra en juego para desatar las iras del infierno. Solo a través de la mentira intentan borrar las huellas de Cristo en la tierra: en su Iglesia —que es de Cristo, no de los hombres—, en sus mártires, que siguen muriendo cada día, ya sea con su vida como en PakistánIrak o el Congo, o sufriendo persecución en Siria, o siendo marginados y vituperados en Occidente.

La Resurrección es la razón de nuestra fe. Sin ella, todo lo demás pierde peso, porque se disuelve en la muerte. Y si volvemos a Chesterton, él mismo nos recuerda por qué el cristianismo fiel a la Iglesia tiene pleno sentido: «En comparación con judío, musulmán, budista o la mayoría de las alternativas obvias, cristiano quiere decir: hombre que cree que la deidad se ha ligado a la materia y ha entrado en el mundo de los sentidos». Es decir, el cristianismo se encarna en nuestra forma de ver, de vivir, de conocer, de amar y de morir. Solo el cristianismo tiene esta capacidad transformadora porque es la Resurrección y la llegada del Paráclito, la que nos inocula el Espíritu y renueva nuestro interior. Todo lo demás —filosofía o fundamentalismo religioso— es ajeno a la persona.

Retomar la religiosidad a través de las tradiciones y la vivencia auténtica de la fe debe impulsarnos a ser coherentes durante todo el año, no solo cuando nos embarga la emoción hasta llorar. Hay ciertas habladurías sobre que todas las religiones son buenas porque, de un modo u otro, nos acercan a Dios. Pero san Pablo nos pone frente a la verdad: «Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo» (Col 2,8). Es decir, que las religiones, por sí solas, no conducen necesariamente a Dios. Debemos, por tanto, replantearnos nuestras ideas religiosas y filosóficas, porque la religión sin espíritu verdadero no es más que conocimiento acumulado.

Como cristianos comprometidos, estamos llamados a sostener con firmeza y claridad nuestras creencias y a comprender profundamente por qué creemos lo que creemos, lo cual no se alcanza sin una vida interior viva y constante. Mostrar con ejemplo, amor y la oración, que hay un único camino hacia el Padre: Jesucristo.

La pasión del Señor (Palabra), de Luis de la Palma. El libro, inspirado en la espiritualidad ignaciana, guía al lector a conocer y seguir a Jesús desde el corazón. Más que narrar la pasión, la ilumina con profundidad teológica y afectiva, vinculándola con la Eucaristía y las profecías. Invita a contemplar a Cristo sufriente, agradecer su entrega, imitar su humildad y unirse a su ofrecimiento al Padre por la salvación del mundo.

Historia desconocida de la Pasión de Cristo (Sekotia), de Luis Antequera. Con rigor histórico y una prosa clara, el autor ofrece un análisis profundo del juicio de Jesús, explorando sus causas políticas y religiosas, así como a los protagonistas implicados. La obra desafía mitos establecidos e invita a una nueva comprensión de los hechos. Más allá de su dimensión religiosa, el relato adquiere valor universal como parte esencial de la historia humana, proponiendo una reflexión sobre su impacto y dejando un mensaje esperanzador para el lector.

Resurrección (BAC), de Fabrice Hadjadj. Con su estilo provocador y cautivador, el autor explora el misterio de la Resurrección a través de las apariciones del Señor. Lejos de ideas abstractas, muestra cómo Cristo resucitado se manifiesta en los signos cotidianos del creyente. Estas apariciones no invitan a evadir la realidad, sino a vivirla desde el Espíritu, transformando la mirada. El libro reconduce al amor al prójimo y revela la necesidad del Espíritu para comprender plenamente la gloria del Resucitado.